La mente insana de un tirano
La ciudad sagrada de Angkor, en Camboya, testifica todo el esplendor del antiguo imperio jemer. Una vez que uno ingresa a los parajes exuberantes característicos del Sureste Asiático situados a pocos kilómetros de Siem Reap –la meca del turismo camboyano en razón de sus ruinas históricas, hoy Patrimonio de la Humanidad–, se topa con el complejo de templos que, edificados en honor a las divinidades en un reino de tradición hinduista y adaptados con el tiempo para el culto del budismo, tras un largo proceso de deterioro, y un exhaustivo trabajo de restauración, permanecen hoy en pie como testigos silenciosos de una civilización otrora floreciente. Sin embargo, la grandiosidad que aún subsiste en las ruinas de los templos, contrasta con la ausencia de vestigios de los que fueran asentamientos de los remotos pobladores, una ciudad que se calcula que tuvo aproximadamente 700.000 habitantes y una compleja infraestructura para el manejo de las aguas que la llevó a desarrollarse hasta convertirse en un imperio. Según los austeros guías que brindan información a las hordas de turistas fascinados, los fastuosos templos hechos con bloques de laterita tallada, y acoplados con una técnica minuciosa y exquisita, sobreviven porque el uso de la piedra fue un privilegio reservado a los dioses, o a los reyes. El resto de los mortales estaban llamados a utilizar materiales perecederos. La capital del antiguo reino jemer fue trasladada varias veces desde la ciudad de Angkor a otras zonas del imperio, y establecida de manera permanente en territorios cercanos a lo que hoy en día es Phnom Penh, y, aun cuando no han podido esclarecerse claramente las razones, Angkor fue abandonada de forma definitiva y acabó siendo devorada por la manigua de Indochina. Permanecieron erguidos, imponentes alrededor del lago Tonle Sap –o “lago de agua fresca”– los extraordinarios monumentos. Como símbolos de una era de opulencia, en sus muros se narran sucesos de la cotidianidad, asuntos de la vida espiritual y pasajes que retratan la violencia propia del ejercicio de poder desde la época de los emperadores jemeres.
Siglos después, y al cabo de un conflicto de 25 años que acabaría en 1975 con la toma de Phnom Penh por parte de los Jemeres Rojos, la guerrilla comunista liderada por el bárbaro Pol Pot rescató la tradición de violencia heredada del antiguo reino de Angkor, e implantó un modelo de terror que se calcula acabó con la vida de casi tres millones de camboyanos. Cuando se llega a Phnom Penh aún se siente un velado sufrimiento. Allí, uno de los sitios obligados para turistas, es Toul Sleng, el Museo del Genocidio. En él reposa un tenebroso testimonio de torturas y homicidios; un sanguinario patrón al que suele recurrir la mente insana de esos tiranos que, fundamentados en el odio, o en un nacionalismo extremo, persiguen atornillarse en el poder amparados por el silencio cómplice del mundo.