Condenado a no abrazar
La grandilocuencia que rodea el juicio de Joaquín ‘El Chapo’ Guzmán, y que antes rodeó su persecución, su captura y su reclusión en una cárcel norteamericana, tiene una carga simbólica que solemos pasar por alto, acostumbrados como estamos a las puestas en escena que montan las autoridades y los medios de Estados Unidos cuando el delito multinacional del narcotráfico está de por medio.
El delincuente capturado fue exhibido como un trofeo de caza luego de su arresto en 2016; el despliegue de seguridad llevado a cabo en su traslado al país ofendido no tiene precedentes, ni siquiera cuando se ha tratado de anónimos asesinos en serie, terroristas islámicos o tiradores que disparan en las escuelas; también hemos sabido de las condiciones de la reclusión: el aislamiento, la falta de luz solar, la imposibilidad de tener contacto con ningún ser humano; las noticias divulgan que el costo del juicio será de 50 millones de dólares, la cifra más grande invertida en un proceso judicial en la historia penal de Occidente; mientras escribo, me entero de que el juez Brian Cogan ha denegado la petición del sospechoso de abrazar a su esposa antes del juicio.
Así que, para dar ejemplo, al país prohibicionista no le basta con tener bajo custodia al hampón que ha inundado –y sigue inundando– sus calles con drogas ilegales, con juzgarlo y condenarlo a la pena máxima, sino que debe degradarlo, mancillar su dignidad, convertirlo en una criatura sin más derechos que el de respirar al viciado aire de una celda en la que no se puede apagar la luz.
Algunos alegan que no ha sido torturado, que tendrá un juicio justo, que todos los días le dan su comida, que se puede bañar y hacer popó en un inodoro solo para él. Lo de la ausencia de tortura parece una broma; lo del costoso juicio justo, podría haber terminado en un par de meses sin tanta alharaca y sin exponer al acusado al circo mediático y al vejamen moral.
Por supuesto que todo tiene que ver con la clase de delito por el cual Guzmán será juzgado, un tabú que tiene a media América Latina contra las cuerdas hace 50 años. Porque el capo mexicano no será juzgado por sus crímenes más horribles –los innumerables asesinatos que ordenó para proteger el negocio que lo hizo poderoso y temido, todos ellos cometidos en México y no en Estados Unidos–, sino por haber sido el mayor proveedor de cocaína de un país que no dejará de consumirla por mucho que la justicia ajena trate de intimidar a los narcotraficantes latinoamericanos convirtiendo a los pocos capturados en derrotados animales de zoológico.
‘El Chapo’ será juzgado y condenado, y en el proceso será ridiculizado, vejado, y sus indignas condiciones mostradas al mundo como escarmiento inútil. Pero eso no acabará con el narcotráfico, ni con las ganas de drogarse de los norteamericanos, ni con los billones de dólares de utilidades derivadas del negocio de las drogas ilegales que dinamizan las economías del primer mundo, ni con los miles de muertos que la prohibición genera en los países que parimos a personajes como Joaquín, el acusado que no puede abrazar a su mujer antes de enfrentarse con su destino.
Ha sido largo el camino que ha tenido que recorrer la humanidad para alcanzar un atisbo de civilización como para que a estas alturas el sistema penal del país más poderoso se comporte como un denigrante escenario de la venganza.