El Heraldo (Colombia)

Aquí, Burgos Cantor

- Por Heriberto Fiorillo

Esto nos dijo hace siete años Roberto Burgos Cantor sobre la Barranquil­la que lo premiaba con el Tocado Literario en el Carnaval Internacio­nal de las Artes. Entonces funcionaba el entrañable Amira de la Rosa.

“Era impensable para mí que un día el torrente azaroso de los años me volviera a traer a este solar donde se preservan imágenes de esas que en lugar de gastarse hasta la invisibili­dad, otro nombre del olvido, echan raíces y se arraigan en la memoria…”.

Roberto evocó el carnaval de esta ciudad que permite a sus habitantes convertirs­e en lo soñado, en eso que les de la gana. “…Iban las marimondas sin breque, los payasos fugados, los piratas anclados en tierra, los tripulante­s del submarino alemán que encalló en Puerto Colombia, los que cambian su sexo por unos días, los domadores de eleasumimo­s fantes, los curas en licencia, las monjas concupisce­ntes, y un muestrario extenso de cuanto oficio virtuoso o libertino asumimos los seres humanos en la insaciable y, a veces, equívoca aventura…”.

Roberto sintió que eso era para él Barranquil­la, adonde lo traían desde Cartagena cuando apenas era un niño, de premio por sus buenas acciones escolares. De las miasmas de la vieja historia cartagener­a a la visión de la modernidad y la tecnología de almacenes como el Sears de Curramba.

“Íbamos por avenidas amplias, sin adoquines ni aguas negras, con aceras y separadore­s donde florecían los matarraton­es y los flamboyane­s. Comprábamo­s chocolates importados en tiendas con escaleras eléctricas y de clima artificial. De pocos conventos, de escasos campanario­s, un mundo empezaba”.

Ese universo dice Roberto que se instaló en sus primeros años como un espacio de renovación en competenci­a con su cangrejera natal. Después, dijo, “se sale sin aviso de la infancia. Los poderes de la inocencia son los que transforma­n la dureza del mundo en un paraíso íntimo, capaz de ponerle zancadilla­s a la maldad. Cede la gravedad al empuje de una fantasía que permite vivirla. Entonces aparece, sin anuncio y sin aduanas, el laberinto de los días, el mundo como un dolor, la conciencia de los demás, el tiempo como medida y fatalidad”.

Luego vino para él la aventura de otra edad libre de itinerario­s, vivida por primera vez en Barranquil­la, junto a su gran amigo, Eligio García Márquez. Aquí visitaron librerías. “Él compró un libro de física atómica del profesor Oppenheime­r, yo, las Odas elementale­s de Neruda”.

Eligio y Roberto se acomodaron en una de las quintas del Prado, donde almorzaron, hasta que llegaron allí cinco gitanas “con sus faldones de ruedos trajinados y con sudores viejos, decididas a decirnos los escondrijo­s del futuro y las suertes agazapadas en el presente cercano. Una de ellas empalideci­ó y no quiso decirle nada a Eligio, pero le rompió un pequeño retazo de globo en la cabeza.

Le dijo que se cuidara y todas se fueron parloteand­o en lengua antes que pudiéramos darles unas monedas”.

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