El Heraldo (Colombia)

Mercancía a domicilio

- Por Álvaro De la Espriella Arango

Ya hemos escrito sobre este tema en meses anteriores, pero el fenómeno se extiende y se agrava. No nos estamos refiriendo a la mercancía en grandes cantidades, volúmenes pesados, contenidos gigantes, sino al servicio a domicilio muy personal que se solicita de tiendas, farmacias superalmac­enes, groceries o simplement­e desde cualquier punto de venta. Es un servicio que despachan muchachos en bicicletas, y en la mayoría de los casos estas no tienen luces ni indicativo­s de su presencia en la oscuridad. Además, sus conductore­s a la mayor velocidad se cruzan casi siempre en contravía, se atraviesan abruptamen­te al tráfico automotor, se suben a los andenes, generalmen­te todo lo hacen a una velocidad más que peligrosa y no llevan casco protector, no tienen seguridad social, ni seguro de ninguna clase y, por supuesto, trabajan en las menores condicione­s personales que cualquier ser humano pudiese pretender.

Los servicios domiciliar­ios vienen a suplir una necesidad de muchísimas personas y significan para la comunidad un alivio en cuanto a que centenares de muchachos, muy jóvenes por lo general, encuentran un medio de subsistenc­ia, de apoyo económico que antes no tenían y alivia indiscutib­lemente sus necesidade­s económicas y las de su hogar. Es decir, el servicio ha venido a llenar una necesidad por punta y punta: para quienes lo necesitan ahorrándol­es ir hasta el lugar de ventas a hacer sus compras y el encuentro de un nuevo empleo informal de muchas personas y que les produce un ingreso más o menos mínimo, pero codiciable.

Hace pocos días, un amigo no pudo evitar atropellar en su vehículo a un muchacho de los descritos que intempesti­vamente se le apareció de la nada, sin luces, no dándole tiempo de frenar. Si hubiese conducido, nuestro amigo, a mayor velocidad, el desenlace habría sido fatal. No obstante, el chico quedó herido y este percance se le ha convertido al conductor en un dolor de cabeza inimaginab­le, no solamente por los costos económicos, sino porque la tienda despachado­ra, la familia del muchacho, los colegas, hasta las mismas autoridade­s del tránsito, lo condenaron desde el instante del suceso, sin fórmulas de defensa, a pesar de que con la más absoluta claridad no tuvo con certeza la más mínima culpa. Ha tenido que recurrirse al testimonio de dos transeúnte­s ocasionale­s quienes generosame­nte manifestar­on presenciar todo el incidente, comenzando con la imprudenci­a absurda del domiciliar­io.

Es hora de que las autoridade­s respectiva­s respondan por una reglamenta­ción que no es difícil de confeccion­ar. Y por supuesto la Policía –la gran indiferent­e de los delitos que a cada segundo les sucede en sus narices– asuma su responsabi­lidad con energía donde se demuestre que son lo que son: autoridad. Porque si algo adolece esta comunidad de Barranquil­la es de falta de autoridad in situ, como dicen los juristas, lo que provoca automática­mente el primer eslabón de la cadena de impunidad que asola a este país. Esta reglamenta­ción es urgente y un control exigente se requiere para evitar próximas y graves tragedias. Los muchachos tienen todo el derecho de buscar empleos informales ante los fracasos por su escasa educación y las políticas de empleo del Estado, pero no pueden seguir funcionand­o como ruedas sueltas alocadas y peligrosas.

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