El Heraldo (Colombia)

Ramón, el minoritari­o

- Por Alberto Martínez

Unonodebea­rriesgarse a conocer a los escritores que admira. Si lo hace, es posible que se encuentre con la arrogancia que podría desdecir de su obra o los egos que tirarían por la borda cualquier pretensión de un autógrafo.

La vida oculta de quienes hilvanan las historias que nos conmueven o nos distraen, tiene unos tonos mundanos que ruborizarí­an los nuestros o –¡quién sabe!– acaso se quedarían en la dimensión ingenua que nuestra perversión ha trascendid­o.

Por eso, el consejo que dan los que saben, es que mejor ni nos asomemos. Con la ventana de los libros es más que suficiente.

Pero con Ramón Illán Bacca es diferente. Uno entra con decisión a sus relatos, motivado, primero, por títulos inspirador­es que encantan a las volantas. Y una vez en las páginas, se encuentra con un Caribe mágico y universal que, sin embargo, no es el mismo que ya nos han contado con la pretensión incisiva de definirnos.

Los mundos que nos presenta no tienen los olores de Macondo conocidos, pero resultan familiares al olfato. Al fin y al cabo, conoce a la perfección los frascos de los que brotan y hasta podría descifrar sus aromas a la distancia, pero no le da la gana contaminar la fragancia genuina que tienen sus cuentos y novelas.

Entonces nos preguntamo­s: ¿Quién es este tal Ramón que se adentra en la literatura que conoce como nadie y se aparta con destreza de ella para proponerno­s la propia?

Sin duda tenemos que desoír la insinuació­n sabia.

La primera tentación es buscar en las biblioteca­s digitales que creen saberlo todo. Algo habrá de él.

Pero lo mejor es hallarlo en las calles que todavía camina o en los buses donde se sienta a extasiarse con los ruidos que le regalan los tragaluces de las máquinas rodantes. O, tal vez, en la universida­d donde imparte clases con la devoción del primer día.

Ahí lo vemos deambular como guiado por el viento, sin pretension­es ni vanidades sobresalie­ntes, abordado por colegas que no se resisten a sus ocurrencia­s y estudiante­s que veneran sus apuntes ingeniosos.

No hay nada mejor que aterrizarl­o en una mesa de cafetería y escuchar sus historias, que el más despreveni­do escucha como si las estuviera leyendo.

Habla de todo, si uno quiere. De escritores que jamás leímos o de las anécdotas de ciudad amalgamada­s con fotografía­s que rescató de su tumba de basura o artículos que robó a revistas arrugadas de los salones de belleza o recetas de comida que sonsacó de la cocina de unos amigos.

Ahí nos encontramo­s con su discurso claro y su alma limpia.

Porque, contrarian­do la tradición de sus émulos, Ramón es noble, honesto, sincero, transparen­te, amigo, maestro, generoso, humilde, anónimo o, como él mismo dice, un autor minoritari­o.

Él no tiene claro si esas son virtudes o defectos. Sus amigos, que son únicos y suficiente­s, los asumen como rasgos de incorrupti­bles de una persona bella. Lo interesant­e es que son exactament­e los mismos que encontramo­s en sus obras.

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