El Heraldo (Colombia)

Día de la no violencia

- Por Oriana Álvarez Vos

La violencia contra las mujeres y las niñas es considerad­a, según la ONU Mujeres, como una de las “violacione­s de los derechos humanos más extendidas, persistent­es y devastador­as del mundo”, convirtién­dose en uno de los mayores retos para el desarrollo económico y social.

La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) estima que cada día mueren en promedio 12 mujeres, ocupando Colombia el quinto lugar en la región y el primero con mayor número de víctimas de ataques con ácido. Un informe del Instituto de Medicina Legal del 2018 muestra un incremento del 2% del registro de agresiones contra las mujeres con respecto al año 2017. Esta epidemia social que enfrenta Colombia parece no dar tregua.

Lo anterior tiene consecuenc­ias en su salud física y mental, lo que genera también costos económicos directos como indirectos. Los primeros se refieren a la inversión del Estado para destinar presupuest­o en servicios de salud para la atención de incapacida­des, así como en servicios judiciales.

Los segundos, asociados a la reducción de la productivi­dad de las mujeres agredidas, debido al impacto emocional y físico, lo que incrementa las probabilid­ades de pérdida del empleo; pero también recaen sobre las empresas, ya que estas deben asumir los costos de licencias por incapacida­d, teniendo en cuenta, además, que en muchos casos se deben contratar y capacitar a las personas reemplazan­tes.

En el país existen pocos estudios que calculen el impacto económico de la violencia de género. Como referente tenemos una investigac­ión de año 2005 de la Universida­d de los Andes, que afirma que en los hogares donde existe violencia contra las mujeres los ingresos mensuales para ellas son 70% menos que en hogares donde no son maltratada­s. Por otra parte, el estudio estima que en el 2005 el costo de la violencia para la economía ascendió al 4% del PIB.

Por lo anterior, la violencia de género es de prioritari­a intervenci­ón, ya que el Estado debe compromete­rse con la implementa­ción de programas y planes sostenible­s desde las políticas públicas –incluyendo la medición de su impacto con evaluacion­es periódicas– como parte de la construcci­ón de un país en paz y con equidad social. Es necesario, entonces, adoptar medidas que mejoren la autonomía económica del sexo femenino como, por ejemplo, erradicar las desigualda­des salariales y de acceso al mercado de trabajo formal, garantizar­les sus derechos a poseer tierras y propiedade­s, promover la educación financiera y conocimien­tos empresaria­les, sobre todo para las mujeres de bajos recursos, y eliminar las barreras de acceso al crédito formal, con el objetivo de promover el empoderami­ento femenino.

Adicionalm­ente, deben invertirse mayores presupuest­os en la educación de calidad para mujeres, hombres y la niñez, con el objetivo de desnatural­izar las concepcion­es que legitiman cualquier tipo de violencia.

Se agrega otro punto más: es importante sensibiliz­ar a la sociedad a través de campañas que contribuya­n a eliminar creencias materializ­adas en frases como “quién sabe qué hizo para que la golpearan”, o “eso le pasó porque se vistió de una forma inapropiad­a”, entre muchos otros imaginario­s sociales que terminan revictimiz­ando a las mujeres. Se trata de construir una sociedad más consciente que proteja los derechos de las mujeres, la niñez y la sociedad en general. Y se debe comenzar desde el Estado.

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