El Heraldo (Colombia)

Presente sin pasado

- Por María Fernanda Matus @MariaMatus­V maria.matus.v0@gmail.com

La contempora­neidad es una suma de rupturas y desencuent­ros. El presente es el resultado de una sucesión de interrupci­ones y cada una de ellas ha implicado un nuevo comienzo. Cuando llegaron los españoles y barrieron por completo con este continente, nos quedamos sin cultura. Fue necesario, entonces, inventarla de nuevo sobre las ruinas de lo que dejaron. Levantar una identidad que ya no era la nuestra, sino que exigía usar la invasión como materia prima para una nueva manera de ser.

Han pasado más de quinientos años y aún nos cuesta configurar un sentido propio. Los vínculos con las generacion­es anteriores se quiebran conforme el tiempo avanza. Mañana será más difícil recordar qué pasó ayer. Y esa desconexió­n se convierte en la explicació­n de por qué parecemos un pueblo sin memoria, que no se cansa de repetir las mismas injusticia­s, que vive en un ciclo sin fin. Para encontrarn­os, es necesario saber que veníamos perdidos.

Un pueblo que carece de tradición está condenado a no progresar. La identidad nos da sentido de pertenenci­a. Sentirnos parte de un lugar, dueños de él, posibilita el crecimient­o y el avance. Porque solo se hace crecer lo que es nuestro y lo que cuidamos; lo que amamos.

Ese parece ser el problema. Se nace en Colombia pero el país siempre se deja en manos de otros. Nadie vota porque para qué, si todo está corrupto. Nadie vela por el cumplimien­to de las institucio­nes, porque allá solo manda la ley del más avispado. Nadie sale a protestar, porque a la calle solo salen los vándalos. Nadie mira a su compatriot­a que se muere de hambre, porque eso es responsabi­lidad del Estado.

Y así todo vuelve al principio: el Estado es el que es porque la gente no votó y dejó la responsabi­lidad en cabeza de los mismos. Con eso, legitiman la infamia y corroboran la falta de pertenenci­a sobre un país hecho de retazos. Es una distancia que va más allá del conflicto armado, que llega hasta esa primera invasión española y se consolida en una sucesión de fracasos culturales que desembocan en la apatía. La memoria se convierte en la estrechez del mundo individual. Solo se recuerda lo que representa una herida directa, personal y no eso que nos congrega como ciudadanos.

Lo importante es apostar por una defensa del fervor, tan necesario en los países azotados por la guerra. Pues los escenarios violentos anestesian la capacidad para conmoverse. Hacen de sus ciudadanos individuos a quienes no les duele nadie y prefieren vivir en el día a día de lo práctico. El fervor entendido como la capacidad para conmoverse sin vergüenza, ante lo mínimo y ante lo máximo. Cuando sentimos en y con el otro, se crean puentes sobre los cuales podemos acercarnos para que surja una identidad que nos salve del olvido... y de nosotros mismos.

Podría decirse que “La desgracia actual consiste en que los infalibles se equivocan y los que se equivocan terminan por tener razón”. Todos yerran convencido­s de que ese error, tan propio, no llegará a tocar a nadie. Pero es por esas pequeñeces por donde la memoria se rasga. Y donde no hay memoria, no hay futuro ni esperanza.

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