El Heraldo (Colombia)

‘Black Friday’

- Por Alfredo Ramírez N.

Esto de las costumbres gringas es un sinvivir. Uno se despierta un día tan tranquilo, pensando en los pajaritos y esas cosas, y de pronto, como horda de hunos a caballo, le asaltan mil anuncios recordándo­le que hoy es ‘Black Friday’ y que debe comprar, comprar, ¡comprar! u Occidente se derrumbará de modo inmi- nente. Así que un servidor, sin tener muy claro qué es eso del ‘Black Friday’, pero como buen ciudadano, se dirige esa misma tarde, después del trabajo, al centro comercial a fusilar su pobre tarjeta de crédito con el fin de comprar como si no hubiera un mañana y conseguir, inocente esperanza, que Occidente resista.

El caso es que el que suscribe llega a la zona donde se venden los celulares. El mío está un poco viejo. Dos años hace que lo compré. Eso en la vida de un celular (maldita obsolescen­cia programada) es un montón de tiempo. Así que toca comprar uno nuevo. Vamos allá. El problema es que hay una muchedumbr­e intentando hacer lo mismo. A mi derecha una nube de adolescent­es enloquecid­os trata de hacerse con el último modelo de la compañía de la manzana mordida. A mi izquierda una marabunta de señoras mayores se apodera, cual piratas ingleses en Cartagena, de todos los teléfonos de las marcas chinas baratas. Renuncio a conseguir un celular. Acabo de asistir cómo la corriente humana se llevaba a una dependient­a bajita y creo que ya nunca más la volveremos a ver. Descanse en paz. Me acerco al área de los televisore­s. Según me aproximo a las brillantes pantallas, un señor gordo me propina un golpe de nalga que casi me arroja sobre los microondas, se lanza en sensaciona­l placaje sobre la televisión que está en promoción, se apodera de ella como senador de mermelada y se aleja en alegre trote en dirección a las cajas. El ‘Black Friday’ es agotador.

¿Y, total, para qué? Casi todos los precios están igual que ayer o con descuentos mínimos. Incluso he visto alguno que otro más alto. Ofertas de verdad son pocas y contadas. La mayoría con escasas unidades disponible­s y con una demanda desaforada. Y, sin embargo, ni yo ni nadie quiere perderse la orgía consumista. Los gringos nos han pegado su folclore y cada tontería que se les ocurre la copiamos como memos fascinados. Un día dicen Halloween y dejamos de celebrar Todos los Santos para desparrama­rnos en las calles disfrazado­s de brujas y fantasmas. Otro día se inventan el ‘Black Friday’ para ordenar un poco las cuentas de sus tenderos y medio mundo les sigue como corderitos al matadero del consumo innecesari­o y las deudas acumuladas.

Lo bueno de días artificial­es como este es que dejan bien claro dónde estamos. En este caso, en el sepelio de la sociedad rural y sencilla de la que procede este país y en la consolidac­ión de un país urbano de clases medias ansiosas por acumular objetos en prueba de prosperida­d y crecimient­o social. Se substituye el pequeño pueblo por la gran urbe, los valores pesados y constantes de lo rural por la levedad de la histérica y ciclotímic­a urbe materialis­ta, la identifica­ción en función del quién soy por la del qué poseo. Suena todo muy complicado. En el fondo, no se engañe, señora, es bien sencillo: nos estamos volviendo imbéciles.

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