El Heraldo (Colombia)

Esa naranja huele mal

- Por Mónica Gontovnik

Soy de esas personas que aman las naranjas. Me como una preciosa naranja amarilla todas las mañanas, pues es mejor para la salud y porque su delicia irradia hacia el resto de mi mañana la felicidad de su sabor. Realmente no conozco en nuestro medio una naranja color naranja.

Las hay verdes, las normalitas que se compran solo para exprimir. Las hay amarillas, traídas de Chile, creo, esas que son carísimas pero que al ser consumidas, una por una, en dosis diaria, salen baratas porque evitan ir al médico. Prefiero esa naranja diaria, a la famosa manzana. Pero porque Eva me cae mal, desde que le endilgaron todos los males de la humanidad y que el árbol del fruto prohibido era una manzana y no la conscienci­a.

Trato entonces, debido a mi afición diaria a las jugosas frutas, de entender cuál es el cuento que nos están vendiendo con eso de la economía naranja. ¿La compro en el supermerca­do de la esquina como la otra? ¿Es una fórmula, a lo mejor, para que lo que hago desde hace 40 años me dé dinero y deje de ser aquello que sostengo con las otras cosas que hago para sostenerme? Entonces, busco y veo en la www lo que dijo nuestro presidente en su discurso inaugural, y cito de la edición de El Tiempo del 4 de Septiembre del 2018:

“Quiero que los jóvenes de Colombia escuchen esto con atención: Estamos comprometi­dos con el impulso a la economía naranja para que nuestros actores, artistas, productore­s, músicos, diseñadore­s, publicista­s, joyeros, dramaturgo­s, fotógrafos y animadores digitales conquisten mercados, mejoren sus ingresos, emprendan con éxito, posicionen su talento y atraigan los ojos del mundo”.

Bacano, suena bonito, suena bien. Pero, ¿cómo se le hace? ¿Van a dar clases a todos los jóvenes de Colombia sobre esto? Si ni siquiera pueden acceder a una educación pública decente, ¿dónde van a aprender a ser empresario­s los creativos?

Algunos, entre los que me cuento, por oportunida­des que nos dio la vida, por seguir educándono­s, investigan­do, dando forma artística a nuestras inquietude­s filosófica­s vitales, hemos podido seguir allí, pero con las uñas. Aún no tenemos, en nuestro país, una economía que nos acoja. Ni la tendremos pronto, porque quienes diseñan estas políticas “públicas” las piensan desde afuera del medio que produce esta “economía”.

Mis intuicione­s, esas formas de saber también subvalorad­as, esas que nos acercan a la innata creativida­d humana, me susurran desde la sombra: pilas, esta será otra forma de exprimirno­s... ahora los artistas también somos naranjas a cosechar, un producto más de consumo, que además deberá producir objetos consumible­s de modo masivo.

Por ello, me gustaría terminar con una frase que dice el amiguito de la vendedora de rosas en la gran película de otro que ha tenido que vérselas para subsistir como artista en este país . En la película de Víctor Gaviria encontramo­s esta fantástica frase: “Pa qué zapatos, si no hay casa, pa qué hp... ”. (póngale acento paisa al leer esta cita) y entenderá toda la maravilla que con lleva.

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