Inspectores de mente
Cuando leí la novela 1984 creí que George Orwell, su autor, hacía paranoia al hablar de unos inspectores del pensamiento. Pero la realidad supera la ficción. El político aquel que se siente con autoridad suficiente para ordenar que un documental no se proyecte en las salas de cine, es una realidad de carne y hueso, encarnación de esos inspectores de pensamiento.
Por asociación de ideas –ese nombre que se le da a uno de los juegos de la memoria– me viene la imagen de ese personaje que quemaba libros en nombre del pensamiento inmaculado; o la de aquel fraile capuchino, Andrés Gijon, que se presentó ante la Real Audiencia con 78 volúmenes de la biblioteca de Antonio Nariño, que el fraile calificaba de peligrosos y dignos de una hoguera.
En aquellos tiempos, comienzos del siglo XIX, la paranoia era explicable; pero hoy, una inspectoría de pensamiento más que inexplicable es una amenaza. Pero una amenaza con la que estamos conviviendo.
¿No han aparecido en sus computadores, cuando leen lo que ha llegado vía tuiter, advertencias sobre contenidos que han sido eliminados porque usted los rechazaría? ¿Quién ha autorizado a los anónimos responsables de tuiter para que decidan por mí qué es lo que yo puedo leer o rechazar? ¿Quién los ha autorizado para reemplazar mi conciencia?
Por mucho tiempo soportamos en Colombia una junta de censura que decidía qué podíamos ver y qué rechazar en las salas de cine; estos censores, a su vez, reemplazaban al sacerdote que al pie del proyector vigilaba para que las escenas eróticas –así se calificaba un beso, por ejemplo–, no aparecieran en las pantallas de los colegios parroquiales. Esas abusivas intrusiones desaparecieron; pero, protegidos por el encandilamiento que produce la tecnología, en sus empresas imponen su censura, no en nombre de las buenas costumbres, sino de un interés comercial, los algoritmos que deciden qué me gusta o qué me ofende en una grosera sustitución de mi derecho a decidir.
Ningún político, ningún gobierno, ninguna religión y, mucho menos, ninguna empresa digital, puede decidir por un ciudadano.
Cuando alguien decide que tiene autoridad o poder para que se vea o no un documental o para que se lean o no un libro, un periódico o una revista, hay que alarmarse. Es grave la indiferencia, por acostumbramiento, frente al crimen; pero es de consecuencias impredecibles la pretensión impune de dominar las conciencias.
Si veo o no veo, si leo o no un libro, o un periódico, es mi decisión. Esto que parece elemental no lo es tanto para el político que veta documentales, para la empresa que decide por su clientela guiada por algoritmos o para el fanático que quema libros. Ninguno parece entender que el de la conciencia es un ámbito sagrado e inviolable en donde nace, crece y se fortalece la libertad, razón de ser de la dignidad humana y objetivo de lo mejor y más ambicioso de las acciones emprendidas en el curso de la historia humana.