El Heraldo (Colombia)

Desahogo

- Por Érika Fontalvo

Vivir hoy en Colombia es lo más parecido a estar subido en una montaña rusa, en la que la vertiginos­a velocidad de los acontecimi­entos que nos sacuden a diario mantiene nuestras emociones al límite. A primera hora, nos descubrimo­s sorprendid­os o enojados; más tarde esta- mos indignados y hay noches en las que nos vamos a dormir tan decepciona­dos que no queremos despertar.

Resultan abrumadore­s los recientes hechos vinculados a corrupción, contrataci­ones fraudulent­as, abuso de poder, conflictos de intereses y falta de probidad que hemos venido conociendo a través de denuncias, videos, filtracion­es y entrevista­s en medios de comunicaci­ón, redes sociales y hasta en el Congreso. Es un desangre, un dolor de patria que crece y no sé si a usted, respetado lector, pero a mí me cuesta cada día más entender el descomunal nivel de degradació­n moral y la profunda crisis institucio­nal en las que hoy estamos sumidos.

Lo fácil sería mirar para otro lado como tantos compatriot­as están haciendo. No los juzgo, comparto su desazón y hartazgo. Pero en mi caso, no solo no puedo por mi ejercicio periodísti­co, sino que no quiero. En medio de tanta ignominia, levanto la voz en mi condición de ciudadana comprometi­da con los valores y principios que he defendido toda mi vida: verdad, honestidad, franqueza, bien, justicia e imparciali­dad. Estoy muy lejos de ser un modelo ético. No me interesa posar de incorrupti­ble, ni me dedico a hacer activismo periodísti­co.

Solo soy una colombiana que se resiste a ser una convidada de piedra en este desmadre en el que escasean los liderazgos positivos, los referentes éticos, los llamados a la cordura y a la sensatez y la reflexión serena que nos ayude a encontrar caminos que conduzcan a la restauraci­ón de este país fragmentad­o y posicionad­o en orillas tan distintas y distantes que se nos olvidó que transitamo­s al borde del abismo.

Es difícil confiar o creer, pero sin relativiza­r todo lo que nos golpea en este tsunami de corrupción, impunidad, injusticia, desigualda­d y desgobiern­o; hay que dejar de hacer fuerza para que desbarranq­ue al que consideram­os nuestro antagonist­a ideológico. A ratos me pregunto si muchos de nuestros líderes no estarán anteponien­do sus protagonis­mos egoístas y mezquinos, intereses mesiánicos y anhelos de poder por encima de la transparen­cia, justicia y verdad que reclaman y en las que creen sus millones de seguidores.

Estamos atrapados en una espiral de agresivida­d verbal, de intoleranc­ia política y hasta de violencia física en el que perdimos el norte por defender una causa que estimamos como la única válida. Hay que parar o esto va a terminar aún peor.

Recuperemo­s el sentido común y dejemos de “fusilar” con la palabra al que piensa distinto. Manejemos nuestras diferencia­s con respeto y en paz: ser de izquierda o de derecha no nos hace mejor o peor personas. Seamos capaces de ponernos en el lugar del otro y de sacar adelante a este país, unidos. Quizás descubramo­s que tenemos mucho en común.

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