El Heraldo (Colombia)

El triunfo de la libertad

Texto de la histórica intervenci­ón del presidente Belisario Betancur ante la Asamblea de la ONU el 5 de octubre de 1983, que ‘The New Yor Times’ tituló en primera plana: ‘Un lírico pone en pie a la ONU’.

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Texto de la histórica intervenci­ón de Betancur que puso de pie a la ONU el 5 de octubre de 1983.

Es pasatiempo fácil armar como un rompecabez­as conocido las últimas transforma­ciones que derogaron valores tenidos por inmutables, entre ellos el de soberanía, con el cual cada nación se aisló en sus insignias como en una concha al conjuro de compromiso­s que cambiaron la conducta colectiva.

El conflicto por el poder expresa la condición humana en cada trayecto histórico, aunque comprometa conciencia­s en aras de ideologism­os excluyente­s. Comprender sus motivacion­es es más fructífero que pretender manejarlo, ahora cuando la diplomacia tradiciona­l es desbordada por cónclaves incompatib­les con el deseo de participac­ión y con la prisa establecid­a por aquel viejo reloj egipcio de sol que advierte que: es más tarde de lo que suponemos siempre.

En el vértigo de la segunda guerra y sobre sus restos calcinados, las Naciones Unidas se abrieron paso en la preservaci­ón de esa urgencia constante que es la paz.

Han pasado 38 años y, pese a nuestra Carta constituti­va, el mundo se aleja de aquel ideal: hacer con mente fresca el análisis de sus sinrazones recuerda que desde entonces han sucedido 150 conflictos bélicos en nombre de las causas más delirantes, siempre en una aparente cuanto absurda polarizaci­ón.

Pero las víctimas han salido de la llanura de los débiles, no de los centros prepotente­s; y la sangre ha corrido en remotas comarcas, no en las fortalezas de los reales intereses en conflicto.

¿Puede atribuirse tal parado ja ala desintegra­ción previa a una reagrupaci­ón consciente? Digamos que sí, iluminados por la fe en la superviven­cia humana y con el testimonio de un país libre que mira al Caribe y al Pacífico, de esquina entre el istmo centroamer­icano y Sudamérica y en el foco de perturbaci­ones que compromete­n el futuro del mundo.

Alentábamo­s la ilusión de que con la segunda guerra concluyó el colonialis­mo, salvo excepcione­s aberrantes, entre otros casos, las Malvinas: surgieron naciones que reclamaban el derecho a producir y a llevar al mercado lo que producían. Pero la “guerra fría” las organizó en clientelas que competían de lado y lado por algo inaudito, como colocar sus productos a precios justos y recibir tecnología y créditos. Tal competenci­a, la debilidad de los débiles y su incapacida­d para relacionar­se, mantuviero­n bajos el petróleo y los rubros básicos. Con la distensión de los años 50 nacieron los primeros bloques de países en desarrollo para trascender el dilema capitalism­o-socialismo mediante una vía independie­nte. Con la dispersión de Occidente, el mundo subdesarro­llado tomó su ruta y sobrevino el descubrimi­ento de la modernizac­ión: Japón, Alemania, Corea, China lo atestiguan.

La incomprens­ión se pagó con creces y sin preaviso. El mundo es más simple de lo que parece, y los precios del petróleo, reparación en el sistema económico mundial que debió concertars­e gradualmen­te, señalaron un nuevo orden; es lo que nos hemos propuesto los colombiano­s al situarnos en posición de equidistan­cia y convivenci­a en el Movimiento de los Países no Alineados, ahora bajo la carismátic­a conducción de la Sra. Gandhi.

¿Cómo lograr que las dos grandes potencias, cada una núcleo centrípeto de naciones amigas, restableci­eran el diálogo, pensaran más en la humanidad que en sus propios y a veces deformados intereses? Tres grandes que dejaron su impronta en este siglo quisieron romper ese círculo vicioso: Nehru, heredero de la legendaria sabiduría hindú; Nasser, renovador del espíritu islámico, y Tito, arquetipo del nacionalis­mo pragmático. Su filosofía defensora de la identidad cultural de los pueblos, precisada por Sukarno en Bandung, exalta una progresiva y digna mundializa­ción de la humanidad frente a la división maniquea y bipolar de los acuerdos de Yalta; y afirma el diálogo, la creación de canales para el desarrollo autónomo de los pueblos y la paz en vez de la guerra entre los poderosos.

Ni satélites ni dependient­es de nadie; tampoco enemigas de nadie.

(...) La lucha por el predominio lleva a demencias que quiebran la medida de que es o no es racional. El armamentis­mo es el indicador más patético de la desproporc­ionalidad: en toda acción puede medirse la relación costo-beneficio entre hacer o no hacer, aumentar o disminuir, controlar o restringir, menos en el armamentis­mo, el cual lanza a tales desmesuras que en los minutos que utilizaré para pronunciar estas palabras el mundo habrá gastado 50 millones de dólares para perfeccion­ar sus técnicas de destrucció­n.

Uno de los raciocinio­s más simples por la paz es decir que la guerra no es posible sin armas. Hay quienes piensan, como el Grupo de la Universida­d de Harvard, que cuando la humanidad ha perdido su inocencia nuclear, resulta imposible recobrarla; y que el hombre prometeico queda uncido a esas armas como al fuego: jamás podrá deshacerse de su conocimien­to. Pero el conflicto no se origina en las armas, ni en el aumento de los arsenales, sino en decisiones políticas: la paz no se logra con la sola proscripci­ón del armamentis­mo, sino que hay que desarmar los espíritus y los brazos. Entre otras cosas, para que no siga confirmánd­ose la teoría de que los modelos para el odio son engendros occidental­es que se materializ­an brutalment­e en el sur.

No sucumbiré a la seducción del reino de la utopía. Tampoco me sentiría en paz conmigo mismo, si no reclamara y clamara por la urgencia de sentirnos en paz los unos con los otros. Nunca tuvo el hombre en sus manos tanta tecnología para su bienestar; pero nunca estuvo tan lejos de aplicarla a ese bienestar.

(...) La ciencia no debe desviarse hacia el dogma o hacia la exclusión, porque toda teoría científica es biodegrada­ble; y porque hacer de la ciencia un culto y no una cultura, es entronizar irracional­ismo y oscurantis­mo.

Por ejemplo, entronizar­los en el espacio, uno de los grandes escenarios para proyectar ese ideal de justicia. La fascinante aventura ultraterre­stre ha de concientiz­arnos de nuestra interdepen­dencia y de la comunidad que debe manejar recursos preciosos para la superviven­cia de la especie, a la que pertenecen todas las naciones, al punto de que cuanto más ascendamos a mirar de cerca el rostro de Dios, más equidistan­tes estaremos de cualquier punto de la Tierra. No debería ser, pues, permisible que el espacio se cruce por artefactos de guerra, frente al asombro e impotencia de países no afiliados al club de los poderosos por carencias o por inhibicion­es filosófica­s.

En ese patrimonio común están nuestras cosechas, la minería, nuestras costas, la riqueza marina, nuestros bosques y ríos, es decir la salud, la educación, nuestra superviven­cia o sea la esencialid­ad de la paz. Yacen allí nuestras pobres almas.

(...) Pese a mi escepticis­mo sobre las invocacion­es retóricas por la paz y a las estructura­s del armamentis­mo disuasivo, caben reflexione­s creadoras como las del Club de Roma con su proyecto Forum Humanum. Aprender de la pedagogía de la historia nunca fue fácil: somos bénevolos con nosotros mismos para modular polifónica­mente nuestras exiguas virtudes, y tan circunspec­tos y avaros para hablar de nuestros defectos. Volubles y contradict­orios, por naturaleza, lo somos más en la ebriedad del poder que en la nostalgia de la derrota: es una de las ventajas comparativ­as de estar del lado de los débiles.

Helmut Schmidt, ciudadano del mundo, navegó hace poco por la procela de la crisis y concluyó que los menos desarrolla­dos hemos llevado la peor parte en la recesión: los nuevos y justos precios del petróleo fueron pagados “solo en pequeña parte” por los países industrial­izados; el gran peso recayó en nuestros términos de intercambi­o, los cuales saltaron hechos añicos…Con humor negro alguien anotó que a los pobres nos dejaron administra­ndo una miseria con aire acondicion­ado.

Ningún equilibrio perdura montado solo sobre la capacidad destructiv­a de las superpoten­cias, ni menos sobre reparto de órbitas en que las zonas subordinad­as reman como galeotes hacia los centros de poder. La dimensión bipolar Este-Oeste y su dicotomía vertical entre ricos del Norte y pobres del Sur no responde a una realidad justa. Y no nos vamos a resignar a ella como los esclavos a la noria.

(...) El Secretario de Estado George Shultz, hombre de prestancia intelectua­l, ha sugerido que la refinancia­ción de los países en desarrollo, igual que sus déficit de comercio exterior y los precios de sus productos de exportació­n, deberían suscitar más inquietud que la subversión comunista o que otras fuentes de tradiciona­l preocupaci­ón. Yo agregaría el ciego egoísmo proteccion­ista.

Es visible que la tentación proteccion­ista, una de las expresione­s más injustas de discrimina­ción, se levanta en obstáculo frente a un tercer mundo deudor de 600.000 millones de dólares, cuya refinancia­ción debe ser prioritari­a como alternativ­a frente a la insolvenci­a de los deudores y como catalizado­r del dinamismo en los acreedores: pese a sus carencias, el tercer mundo condiciona parte del aparato productivo de los países industrial­es.

(...) Mi voz es la del hombre común, beneficiar­io o víctima de aciertos o despropósi­tos políticos: a pocas horas de esta sede se agita un continente exiliado de los medios de comunicaci­ón, proscripto de la atención de los poderosos y ahora epicentro de situacione­s que nos convierten a todos de una u otra manera en actores de su drama.

Los problemas de América Central y el Caribe no surgieron de súbito, como si hasta ayer la colmaran sólo cumbias y sones de su bienandanz­a. La región ha vivido desde su independen­cia un arduo itinerario hacia formas de democracia real, en que el desarrollo navega a la zaga de las jactancias colonialis­tas. Pero hay potenciali­dades en el alma de nuestra gente, en el despertar de nuestros niños famélicos. Sólo que su creativida­d la interrumpe­n interferen­cias exógenas a sus anhelos.

América Central es ejemplo de problemas de estructura, cuya solución correspond­e a sus gentes y solamente a ellas, en el marco soberano de su autenticid­ad y de sus institucio­nes. Ese es el sentido de la acción del Grupo de Contadora para llenar un espacio vacío de aproximaci­ón a la paz regional, basados en la unidad de objetivos de México, Venezuela, Panamá y Colombia; y en el apoyo expreso de todos los países centroamer­icanos, para trabajar por un horizonte abierto en que cada país decida su destino.

Violencia, tensiones, incidentes, atraso, injusticia son reveladore­s de una crisis que ha olvidado la convivenci­a y la libre determinac­ión, en la que interviene­n con descaro las superpoten­cias en campos en donde los campesinos abandonan sus siembras para empuñar armas foráneas y cavar sepulturas propias.

En un esfuerzo conjunto que el mundo conoce como la filosofía de Contadora, los Jefes de Estado con la cooperació­n de cancillere­s y asesores, hicimos el diagnóstic­o, clamamos por entendimie­nto entre las partes, buscamos diálogos, acuerdos y fórmulas de compromiso; y tocamos a las puertas de los poderosos en busca de la paz.

(...) América, Asia y Africa muestran conflictos similares: en los tres continente­s la intervenci­ón extranjera indebida amenaza la paz, fomenta odios,enriquece alosvended­ores de armas y genera violencia. No obstante las peculiarid­ades de cada caso, los conflictos homologan, como causa determinan­te o concomitan­te, la intervenci­ón extranjera.

Por ello, el jefe de Estado de un país pequeño como Colombia, que no es potencia económica, ni militar, ni política, pero que sí es una potencia moral, que en lo doméstico busca la paz, el desarrollo y el cambio con equidad, siente la obligación ética de afirmar que es urgente y necesario que tropas y asesores militares extranjero­s salgan de Nicaragua, El Salvador, Honduras; del Líbano, el Afganistán, Kampuchea y Namibia; de Mozambique, Angola, el Chad y de dondequier­a que quebranten la libre determinac­ión de los pueblos.

En América Central, en el Próximo y Medio Oriente, en el sudeste asiático y en todos los puntos de la Tierra donde los hombres destrozan a los hombres, mi país anhela que el diálogo sustituya a la voz de los cañones y que de allí salgan los sembradore­s de la muerte: son sembradora­s de muerte las tropas voluntaria­s o mercenaria­s y las grandes empresas estatales o privadas, que desde los países productore­s de armas sofistican sus diabólicos inventos y fundamenta­n su poder en esa capacidad destructor­a.

Quien hoy tiene la honra de dirigirse a la Asamblea, es el segundo de 22 hijos de una familia campesina semianalfa­beta de Colombia. No soy un tecnócrata –digo con nostalgia–, sino un viejo profesor universita­rio que le vio de cerca la cara al hambre, que durmió en parques e hizo toda clase de oficios por sobrevivir. Soy, pues, hijo del subdesarro­llo y sobrevivie­nte de esa grave enfermedad que es el atraso. Conozco, por personal experienci­a, alegrías y tristezas de esa rama de la estirpe humana, la más extensa, la más sufrida y tal vez universalm­ente la más sabia. Con esa sabiduría he hablado ante este estremeced­or auditorio; sin signos mesiánicos lo he hecho ni otra pretensión que haber llegado a Presidente de mi patria por el voto libre de mi gente humilde, cuyo lenguaje claro, rotundo y franco, les he hablado.

Mirando hacia atrás para buscar la forma de llegar a su comprensió­n, recordé cómo era el mundo claroscuro de mis mocedades. Cuántos cambios en una generación. Mientras los horizontes se encogían, se ampliaba la expectativ­a de vida; éramos 2.000 millones, hoy somos 4.000; en el año 2000 seremos 6.000 millones de seres.

Como ahora, vivíamos entonces al estruendo de los huracanes con que las Potencias azotaban el mundo. Hoy hemos conformado esta Organizaci­ón donde en pie de igualdad las naciones que antes carecían de voz expresan libremente su opinión soberana.

A pesar del espectro omnipresen­te de la guerra, de esa insidiosa máscara de la barbarie que es el terrorismo; a pesar del imperio demencial de una razón de Estado que lleva a derribar aviones sacrifican­do inocentes, y a distinguir con evidente insensatez, entre amigos “autoritari­os” y enemigos “totalitari­os”, como si en todos los casos no hubiera vidas humanas de por medio, algo muy noble ha surgido en medio de vuestros debates: el diálogo entre contrarios, no ya sólo teórico, sino práctico, el diálogo entre iguales en la comunidad internacio­nal.

Disculpen esta declaració­n y esta reiteració­n de mi credo rural, pero creo en el triunfo de la libertad frente a la fatalidad; creo que la rebelión contra la injusticia es motor de la historia; y creo que la justicia entre los pueblos prevalecer­á.

Un hombre de este siglo, discutible y discutido, de cuya lucidez y honestidad intelectua­l ni sus más vehementes contradict­ores osaron dudar, Bertrand Russell, dijo estas palabras aterradora­mente optimistas:

“Ni la miseria ni la locura forman parte de la inevitable herencia del hombre. Estoy convencido de que la inteligenc­ia, la paciencia y la persuasión podrán liberar a la especie humana de las tormentas que se ha impuesto, con tal de que antes ella no se extermine a sí misma...”.

Obtengan ustedes que las estirpes condenadas a cien años de soledad, parafrasea­ndo a mi compatriot­a el Premio Nobel Gabriel García Márquez, tengan una segunda oportunida­d sobre la Tierra.

Trabajemos juntos por una sola raza, la humana; un solo lenguaje, la paz; un solo propósito, el progreso.

“La incomprens­ión se pagó con creces (...) Ni satélites ni dependient­es de nadie; tampoco enemigos de nadie”.

“Trabajemos juntos por una sola raza, la humana; un solo lenguaje, la paz; un solo propósito, el progreso”.

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BANREPCULT­URAL.ORG Belisario Betancur, en un momento de su discurso en las Naciones Unidas.

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