Más nos valdría
Pensar en la violencia como el rasgo que más nos define como sociedad no pasa solo por registrar los asesinatos, las desapariciones, los linchamientos, los despojos de tierras, las amenazas, los secuestros, las palizas, las riñas, las noticias falsas, los robos de funcionarios. Tampoco son la política, el dinero o el poder las únicas motivaciones de nuestro desvergonzado deseo de joderle la vida a los demás.
La generosidad no es nuestro asunto. Sálvese quien pueda, siempre y cuando sean yo quien se salva, es la consigna –nunca confesada para no subvertir nuestra imagen de santas palomas– que sustenta todas nuestras actuaciones privadas y públicas. Y es precisamente en lo privado donde se gestan las tragedias que luego salen en los titulares de prensa. La trampa, los celos, el chisme, la venganza, el alarde, la antipatía, la envidia, son conductas que alimentan, querámoslo o no, al hampón, al corrupto, al homicida.
A lo mejor no ha sido afortunado nuestro contexto, nuestra sangre, nuestro camino desprovisto de certezas. Quizás somos lo que debemos ser y habrá que acostumbrarse sin tanta queja, sin tanto escrúpulo, sin tanta corrección postiza.
¿De qué otra manera podríamos actuar si somos tan humanos como la violencia que esgrimimos para sobrevivir? ¿Por qué vamos a ser distintos de Ruanda, de Afganistán, de Irak, lugares en donde a los niños se les entregan fusiles y donde las mujeres carecen de derechos? ¿Por qué vamos a ser diferentes de Estados Unidos, un país que sustenta su grandeza en el dinero que se posee y en lo que se puede comprar con él? ¿Por qué vamos a ser ajenos a la vieja Europa que nos parió, un continente en el que por siglos la gente se destajó las entrañas con espadas, cañones y bombas en nombre de un Dios terrible y de la tierra que querían tener? ¿Por qué no nos vamos a parecer a quienes estaban aquí antes de las carabelas, que también nos parieron, pueblos que abrían el pecho de sus ene- migos aún vivos para complacer a otros dioses igualmente terribles?
Más nos valdría no acusar a nadie de corrupto, mientras cometemos toda clase de pequeñas fechorías y nos sentimos orgullosos de nuestra viveza. Más nos valdría no rasgarnos las vestiduras cuando nos enteramos de algún crimen, si los correazos son nuestra principal herramienta de educación. Más nos valdría cerrar la boca frente a la injustica, si desdeñamos las íntimas carencias de quienes decimos querer tanto. Más nos valdría no hablar mal de los políticos ladrones y homicidas, si persistimos en volver a elegirlos cada cuatro años. Más nos valdría no hablar tanto de adoptar animales abandonados, si miramos para otro lado cuando vemos a un hombre durmiendo en la calle como un animal abandonado.
Sí, aquí nos matamos. Sí, aquí nos robamos. Sí, aquí nos despojamos. Sí, aquí nos destruimos. Sí, aquí nos vengamos. Si, aquí nos importamos un pito los unos a los otros. Pero somos todos los responsables, no solo algunos. Dejemos de una vez el descaro impresentable de echarle la culpa de esto tan poco que somos a Uribe, a Petro, a Martínez, a Cepeda, a De la Espriella, a Timochenko, a Mancuso, a Gurisatti, a Coronell, al vecino, al compañero, al jefe, a la moza o al marido. Porque si hay algo más terrible que ser un criminal, es ser un cínico irredimible.