Asignatura pendiente
Voy con mi hijo de tres años a un supermercado y él me pide que le lleve un huevo de chocolate, de esos que traen una pequeña sorpresa en su interior. Cuando vamos a pagarlo la cajera le pregunta –medio en broma, medio en serio– que si es para él. Gael le dice que sí y ella –otra vez medio en broma, medio en serio– le dice que no puede ser porque ese huevo de chocolate era de niña (claro, era rosado). Mi hijo se contrarió, no por un asunto ideológico, sino porque él quería su huevo y no estaba dispuesto a dejarse convencer tan fácilmente después de que había superado el filtro que significaba su propia madre. Yo, que en lugar de volverme más apasible con los años, albergo en mi corazón más fastidio por la torpeza de la humanidad, tuve infinita misericordia y acudí a ese tono de voz pueril y ridículo que ponemos los adultos cuando de asuntos infantiles se trata y dije “No importa, los colores son para niños y para niñas, el rosa también es para niños y los huevos de chocolates son de niños y niñas”. Renglón seguido hubo un incómodo silencio.
Esta escena se repite por todas partes, con distintos niñas y niños, y en diferentes lugares. La mayoría de prejuicios que tenemos han sido trasmitidos culturalmente sin que los sometamos a interrogatorios, sin que indaguemos por el origen de su existencia y sin que descubramos cuál es el poder que hay detrás, el poder que lo sostiene todo, la maquinaria hegemónica que se encarga de respaldar ese orden y a quien le sirve. Y pocas veces somos conscientes de cómo se defiende ese sistema, cómo es capaz de ponerse violento y eliminar al otro a partir de sus particularidades, cómo devoramos a quien pone en peligro el status quo, el balance, este equilibrio sostenido en las espalda de los tradicionalmente excluidos.
Así, hemos aprendido a tener lapidarios rótulos sobre las mujeres, sobre las personas afro, sobre los pobres, sobre los homosexuales, sobre los venezolanos, sobre los gordos, sobre los flacos, sobre los unos y sobre los otros. Esos rótulos se representan en chistes naturalizados, que encuentran a la escuela como el primer escenario para recrearlos. Hay gente que suele pensar que las nuevas generaciones son más sensibles, que antes nadie se suicidaba por sufrir matoneo en el colegio, pero antes era menos probable que la gente hablara abiertamente de su sufrimiento. Hay otros que piensan que dicha sensibilidad es exclusiva de clases burguesas acomodadas, niñitos “de bien” que tienen todo resuelto, pero condenan a las clases más populares a fingir una coraza que tampoco tienen. Nadie es insensible a la reprobación social, al acoso, al desprestigio, a los ataques; y nadie debería sufrirlo. La escuela es una de las instituciones sociales más agresivas, jerárquicas y excluyentes. Ahora que los chicos van a volver a clases, vale la pena que recordemos esta asignatura pendiente.