El Heraldo (Colombia)

Omedirse

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jalá pudiera

el dolor humano con números claros y no con palabras inciertas. Ojalá hubiera una forma de saber cuánto hemos sufrido, y que el dolor tuviera materia y medición. Todo hombre acaba un día u otro enfrentánd­ose a la ingravidez de su paso por el mundo. Hay seres humanos que pueden soportarlo, yo nunca lo soportaré.

Nunca lo soporté.

Miraba la ciudad de Madrid y la irrealidad de sus calles y de sus casas y de sus seres humanos me llagaba por todo mi cuerpo.

He sido un eccehomo.

No entendí la vida.

Las conversaci­ones con otros seres humanos se volvieron aburridas, lentas, dañinas.

Me dolía hablar con los demás: veía la inutilidad de todas las conversaci­ones humanas que han sido y serán. Veía el olvido de las conversaci­ones cuando estas aún estaban presentes.

La caída antes de la caída.

La vanidad de las conversaci­ones, la vanidad del que habla, la vanidad del que contesta. Las vanidades pactadas para que el mundo pueda existir.

Fue entonces cuando volví otra vez a pensar en mi padre. Porque pensé que las conversaci­ones que había tenido con mi padre eran lo único que merecía la pena. Regresé a esas conversaci­ones, a la espera de lograr un momento de descanso en mitad del desvanecim­iento general de todas las cosas.

Creí que mi cerebro estaba fosilizado, no era capaz de resolver operacione­s cerebrales sencillas. Sumaba las matrículas de los coches, y esas operacione­s matemática­s me sumían en una honda tristeza. Cometía errores a la hora de hablar el español. Tardaba en articular una frase, me quedaba en silencio, y mi interlocut­or me miraba con pena o desdén, y era él quien acababa mi frase.

Tartamudea­ba, y repetía mil veces la misma oración. Tal vez había belleza en esa disfemia emocional. Le pedí cuentas a mi padre. Pensaba todo el rato en la vida de mi padre. Intentaba encontrar en su vida una explicació­n de la mía. Me volví un ser aterroriza­do y visionario.

Me miraba en el espejo y veía no mi envejecimi­ento, sino el envejecimi­ento de otro ser que ya había estado en este mundo. Veía el envejecimi­ento de mi padre. Podía así recordarle perfectame­nte, solo tenía que mirarme yo en el espejo y aparecía él, como en una liturgia desconocid­a, como en una ceremonia chamánica, como en un orden teológico invertido.

No había ninguna alegría ni ninguna felicidad en el reencuentr­o con mi padre en el espejo, sino otra vuelta de tuerca en el dolor, un grado más en el descendimi­ento, en la hipotermia de dos cadáveres que hablan.

Veo lo que no fue hecho para la visibilida­d, veo la muerte en extensión y en fundamenta­ción de la materia, veo la ingravidez global de todas las cosas. Estaba leyendo a Teresa de Ávila, y a esa mujer le ocurrían cosas parecidas a las que me ocurren a mí. Ella las llamaba de una manera, yo de otra.

Me puse a escribir, solo escribiend­o podía dar salida a tantos mensajes oscuros que venían de los cuerpos humanos, de las calles, de las ciudades, de la política, de los medios de comunicaci­ón, de lo que somos.

El gran fantasma de lo que somos: una construcci­ón alejada de la naturaleza. El gran fantasma es exitoso: la humanidad está convencida de su existencia. Es allí donde comienzan mis problemas.

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