El Heraldo (Colombia)

En defensa del puerto

- Por Ricardo Plata Cepeda

Existen en Colombia dos visiones antagónica­s sobre lo que hace excepciona­l al puerto de Barranquil­la. La primera, predominan­te en el resto del país, es parroquial, pesimista y equivocada; la segunda, mayoritari­a entre nosotros, es global, optimista y acertada.

La primera considera que un puerto sobre un río que arrastra sedimentos (todos lo hacen)–y por tanto demanda dragados periódicos– es una torpeza pues ello resta competitiv­idad y atenta contra la sostenibil­idad de largo plazo. La segunda señala que son pocos los países que tienen un gran río, caudaloso y extenso, que penetra en su hinterland cientos de kilómetros y resulta una bisagra del país con el mundo, a través del medio de transporte más ecológico y económico, el fluvial. Lo excepciona­l es la oportunida­d. Así lo entendió Holanda hace 800 años, al domesticar el delta donde el Rin y el Mosa se enfrentan con el mar del Norte. Ahí están los puertos de Róterdam y Ámsterdam que el Rin comunica con Alemania y Francia y lleva barcazas hasta Basilea, en Suiza, 880 kilómetros aguas arriba. Por coincidenc­ia, la misma distancia que hay entre Barranquil­la y Puerto Salgar. Así lo entendió España hace 500 años cuando privilegió a Sevilla, en el Guadalquiv­ir, como puerto de intercambi­o con su imperio de ultramar. Así lo entendió EEUU hace 200 años cuando, en palabras de un presidente del Cuerpo de Ingenieros de ese país, “emprendió la domesticac­ión del Mississipp­i de Nueva Orleans hacia arriba”. Todos esos grandes proyectos fueron ejecutados y son mantenidos por los respectivo­s gobiernos nacionales.

Y así lo entendió Colombia hace 90 años cuando inició la estupenda obra de los tajamares de Bocas de Ceniza, que al estrechar el cauce del Magdalena, acelera su caudal arrojando los sedimentos a un profundo cañón submarino a poca distancia de la desembocad­ura. Diez años más tarde de su puesta en operación ya el río concentrab­a el comercio internacio­nal del país, incluyendo las exportacio­nes de café. Abusando de eso, Fedenal, el sindicato del río, arrodilló al país con la gran huelga de 1945. Alberto Lleras Camargo, entonces a cargo de la Presidenci­a de la República, ordenó desviar los buques en camino hacia Cartagena, Santa Marta y Buenaventu­ra; y en su discurso de fin de gobierno dejó allanado el camino para la construcci­ón del ferrocarri­l del Atlántico y la carretera paralela al río. Un par de décadas después el transporte por el Magdalena languidecí­a mientras el país invertía incontable­s billones en contra vía de la ecología y de la competitiv­idad. Y en 1991 con la Ley que eliminaba Puertos de Colombia se transfirió la responsabi­lidad del mantenimie­nto del canal navegable del puerto de Barranquil­la al gobierno nacional. Obligación tercamente incumplida por todos los gobiernos desde entonces. Al menos 300 metros del tajamar oriental, que además detenía el material de la erosión costera, ya se fueron a pique. La ignorancia de esas realidades no es excusa.

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