El Heraldo (Colombia)

Democracia museo

- Por Alfredo Ramírez Nárdiz @alfnardiz

Últimament­e he ido a un montón de museos. Mis meses en España me han permitido disfrutar de joyas madrileñas como El Prado, el Thyssen o, a menor escala pero no menor belleza, el Romántico. Me ha quedado claro que la cultura atrae turistas como moscas la miel. En algunas salas, como la de Las Meninas o la del Guernica, uno tiene que ejercer de contorsion­ista para no ser desbordado por hordas de turistas que, cámara en ristre, van de sala en sala indiferent­es a otra cosa que no sea hacer la foto de rigor. Los museos, cualquier monumento histórico, se han convertido en carne de turismo de masas y el pobre amante del arte y de la historia no tiene más remedio que compartir su cada vez más magro solaz con marabuntas de chinos o estampidas de gringos en pantalonci­to corto y gorra de béisbol que bien pueden desparrama­rse ante El triunfo de la muerte de Brueghel pensando qué tipo de hamburgues­a tragarán un rato después o tomarse un selfi sonrientes y lobotomiza­dos ante el horror de las pinturas negras de Goya.

En fin, ignoren mi diatriba de cascarrabi­as. De galería en galería, y caminando la Villa y Corte frente al Congreso de los Diputados, una idea anidó en mi atribulada mente: ¿Irán nuestros descendien­tes a museos dedicados a la democracia como nosotros vamos hoy a otros dedicados a la pintura, el arte y la cultura del pasado? En nuestra necia vanidad tendemos a creer que nunca moriremos y que lo que hoy damos por hecho resistirá cualquier moda, pero, ¿quién nos garantiza que la democracia no será, como tantas otras cosas lo son ya, poco más que carne de museo dándole tiempo al tiempo?

Viendo a brutos como al líder de pelo zanahorio (encarnació­n de todo lo que va mal en este triste mundo), así como a tantos otros en latitudes mucho más cercanas, pobres de ellos, apenas capacitado­s para conjugar dos frases seguidas con cierto sentido, asistiendo al desarrollo de los acontecimi­entos en los cuatro puntos cardinales, a la progresiva idiotizaci­ón de los pueblos y a su fascinante desprecio por la razón en nombre de la emoción, uno se pregunta si la frágil y delicada democracia tiene futuro o si no empieza a ser más que un modo de resolver los problemas propio de tiempos ya pasados, reliquia de una civilizaci­ón desapareci­da, objeto de memoria destinado a descansar en una sala de exposicion­es. Quizá antes de que muramos nos dará tiempo a descubrir que la democracia ya se fue y que en su lugar sólo queda una habitación espaciosa, blanca y desnuda en la que un cartel nos muestra una vieja Constituci­ón bajo el lema: aquí yace la democracia, prohibido hacer fotos. Si se diera el caso, supongo que yo estaría allí viendo el espectácul­o. Y, triste de mí, seguro que a mi alrededor no habría otra cosa que turistas vociferant­es y felices, como sólo pueden serlo los idiotas, admirando esa criatura exótica y ajada que el viejo inmóvil y amargado que habría a su lado hubo un día en que llamó libertad.

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