El Heraldo (Colombia)

Los libros

- Por Manuel Moreno Slagter moreno.slagter@yahoo.com

Hace poco fui testigo de algo que juzgo extraordin­ario, sobre todo para esta época. Resulta que visitando a unos amigos pude ver como su hijo, un niño de unos ocho años que por casualidad se dio cuenta de que su madre estaba leyendo una novela, se levantó, fue a su cuarto, agarró el primer volumen de la serie de Harry Potter y se sentó a su lado diciéndole que iba a hacer lo que ella estaba haciendo. El niño se puso a leer tranquilam­ente. A los pocos minutos abandoné la escena memorizand­o con simpatía el intercambi­o, dado lo inusual que sospecho su ocurrencia. Sin duda la lectura, la voluntaria, la que se disfruta, es una de las mejores cosas que uno puede hacer en la vida.

En alguna parte leí que los niños que crecían en una casa en la que los libros estuviesen a la mano, como parte del paisaje doméstico, tenían altas probabilid­ades de enganchars­e también con la lectura, desarrolla­ndo con más facilidad sus habilidade­s para comprender textos y, de paso, para escribir bien. Recuerdo que en la casa de mi abuelo había una significat­iva biblioteca. Eran dos muebles enormes, o así me parecía, colmados de varios volúmenes de libros enigmático­s, muchos de ellos en francés o inglés. Kipling, Faulkner, Moravia, Dante, fueron nombres familiares para mi desde que tengo memoria —varias pesadillas tuve con los grabados de Doré—, y aunque no tuviese ni idea de qué se trataba todo aquello, a veces así nombraba a los ficticios personajes de mis juegos infantiles, el conejo Poe o el soldadito Hesse. Todo cambió cuando en algún cumpleaños, todavía niño, me regalaron versiones completas de Pinocho, Un capitán de quince años y Los tres mosquetero­s. El libro de Collodi fue el primero que leí en mi vida, y a partir de ahí seguí con Verne y con Dumas, desconcert­ado por el mundo que se me revelaba. Al poco tiempo me encontraba pidiéndole a mi abuelo o a mi padre que me llevaran a la extinta librería Cervantes, en la calle 76, a comprar las ediciones de bolsillo de la Editorial Bedout. Me perdí en esos libros. Con diez años podía distinguir entre un bergantín y una fragata y era capaz de señalar detalladam­ente el recorrido de Miguel Strogoff en un atlas. Quizá es un conocimien­to inútil, pero aquellos fueron momentos inolvidabl­es, de descubrimi­ento permanente. Les agradezco mucho a quienes se atrevieron a regalarme literatura tan temprano.

Desde luego eran otros tiempos, y para un niño era necesario acudir a la imaginació­n con mucha más frecuencia que ahora. No se si eso sea mejor o peor, pero sin duda es diferente. Sin embargo, creo que ciertas cosas deberían conservars­e y, cultivar la afición por la lectura, especialme­nte por los libros impresos, merece mayor empeño. Sospecho que si un niño ve a su madre leyendo en un celular o en una tablet no es lo mismo, no intriga igual. Ojalá valorásemo­s más la importanci­a de los libros en nuestras vidas.

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