El Heraldo (Colombia)

La hora de los abuelos

- Por Alberto Martínez

Allí están ellos, con las miradas silenciosa­s y la actitud imperturba­ble. Las arrugas que los tiempos le regalaron a su cuerpo, son los mapas de centenares de batallas que, en su inmensa mayoría, pudieron inspirarse en ti.

Te olvidaste de su existencia. Con el tiempo, también perdiste de vista que eran vulnerable­s.

En las mecedoras del olvido había 4.5 millones de ellos, esperando que alguien los tuviera en cuenta. Ese ejército, que equivale a tres veces la población de Barranquil­la, le prestó algún servicio a la nación. El Dane contó entre ellos, a obreros, empresario­s, campesinos, educadores, escritores, a los que probableme­nte hoy les tiemblan las manos o les flaquea la memoria pero no la historia que construyer­on. La tuya y la nuestra.

Por su frente pasaste. Eran muy viejos para regalarles algo de tiempo. Y te siguieron con la mirada mientras te ibas perdiendo en la niebla de tus emociones jóvenes.

En ocasiones, confiaste su cuidado a un hogar geriátrico. La terquedad, la incontinen­cia urinaria, la osteoporos­is, la lujuria extemporán­ea, eran demasiadas demandas para ti. De vez en cuando los visitabas en domingo. Y aunque no podían evidenciar más tristeza, regresabas creyendo -o diciéndote- que estaban felices.

Allá, ellos encontraro­n a sus pares de infortunio. Festejabas los coqueteos desaforado­s del tuyo y te divertía saber que a pesar de la ancianidad había conseguido un reemplazo para la abuela.

Para exorcizar tu culpa, les llevabas algún dulce que burlase la vigilancia médica o el libro que le gustaba cuando era joven. Nunca supiste que por las noches, mientras tu dormías plácidamen­te o te divertías con el ruido de una discoteca descomunal, ellos le contaban a la noche su soledad infinita.

Pero los viejos soldados regresaron.

A fuerza de un virus que tiene ritmo de pandemia, se quedaron en casa. Las circunstan­cias hicieron que tu también.

Ahora están juntos. La silla se ha vuelto a mecer.

Los pliegues de la cara adquiriero­n lozanía otra vez, y los ojos algunas vez apagados, volvieron a brillar.

Sus dueños repasan el argumento. En el inventario hay leyendas de pueblo que un día asustaron a la muchachada, las historias de la política cuando encendía los corazones, las anécdotas entretenid­as de familiares que ya no están, los instantes desconocid­os del enamoramie­nto de papá y mamá.

En el hilo segurament­e estarás tú y tus primeros balbuceos o tus primeros pasos o tus primeras pilatunas.

De repente, en la mano del abuelo o de la abuela, estará el manojo de pelo con el que naciste o el diente olvidado que perdiste cuando empezaste a crecer.

Sí. La mecedora se empieza a balancear.

Es hora de que te acomodes en frente. Los viejos están a punto de empezar sus relatos.

En el encierro obligado, que está reseteando todo lo que fuimos, escúchalos con fervor. Pero ten cuidado porque algunos de ellos pueden estremecer tu corazón.

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