El Heraldo (Colombia)

La ciudad que no está

- Por Alberto Martínez Monterrosa albertomar­tinezmonte­rrosa@gmail.com @AlbertoMti­nezM

Ya no eres como antes ni yo soy el mismo. Por tus calles apretujada­s no circula la incesante algarabía que llegó a fastidiarm­e. En las esquinas no hay vendedores de cualquier cosa ni limpiavidr­ios insurrecto­s que se niegan a tus señales en los semáforos.

El hombre de los aguacates, no volvió. Tampoco lo hizo el vendedor de peto que por las tardes hacía sonar una bocina en los estómagos de sus comensales.

¿Dónde quedaron los pregoneros que, alta voz en boca, compraban el hierro y las baterías que nunca les vendíamos? ¿Dónde están las vendedoras de bollos de la mañana, que por las tardes anunciaban aguacate, platanito y níspero? ¿Qué pasó?

La chismosa del barrio guardó la mecedora y no averiguó más de la vida ajena.

Las fichas de dominó no volvieron a crujir en la mesa de madera ni animaron las discusione­s indescifra­bles de los jugadores.

La bola de trapo no siguió corriendo por las calles destapadas ni hay partidos de chequita en el solar del vecino.

¿Qué le ocurrió a la ciudad que ya la gente no corre de un lugar a otro como si anduviera de afanes? ¿Qué le ocurrió, que ni siquiera tiene gente?

En los bancos se perdieron las filas largas que nos ponían a hablar con los otros.

Los supermerca­dos parecen tiendas de campaña en las que piden tu cédula para permitir el ingreso. Y los locutores de los almacenes ya no anuncian las promocione­s de la feria del brassier y solo cucos.

De tu brisa solo tengo noticias a la hora de la terraza.

Cada tarde me asomo religiosam­ente para ver pasar la vida que ya no pasa.

Cómo extraño el calor de tus calles y los ríos de sudor por mi pecho. Quiero volver al Paseo Bolívar y agacharme a comprar los cachivache­s a mil. Me muero por ir a una de sus esquinas y escuchar las plebedades de la señora que ofrece agua de coco.

No sabes cómo me gustaría sentir, otra vez, el ruido de los vehículos que se pegan a las bocinas y los madrazos del conductor desesperad­o que ya no resiste más trancón.

El vecino, más prudente que nunca, escucha su equipo de sonido al volumen que manda el Código de Policía. No. No. Necesito que haga vibrar las paredes de la casa con la ultima canción de Bad Bunny.

¿Cómo es que se llama? Debería tocar a su puerta y presentarl­e mis saludos, como nunca hice, y acercarle, por si se le ofrece, una cucharada de azúcar.

¿Cómo están mis amigos? ¿Qué se hizo la señora Juana?

Deseo encontrarm­e con tanta gente que ya no está.

Ansío hablar con fulano y perencejo. Allá, de hecho, van. Los veo desde el balcón. Les grito pero no me oyen. Andan ocupados en sus silencios y sorteando sus propias nostalgias, que aunque quisieran -yo y ellos, tal vez- hoy no podemos juntar.

No sé quien hizo todo esto, ciudad de mis amores, pero anhelo tanto todo lo que eres y aquello de lo que un día renegué.

Cuando todo vuelva a ser como antes, te juró, te amaré como nunca.

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