El Heraldo (Colombia)

Autoridad y vandalismo

- Por Álvaro De la Espriella A.

Pasando unos días, repasando los sucesos vergonzoso­s de las marchas y los paros que sacudieron al país recienteme­nte, puntualiza­mos seis actos de vandalismo que protagoniz­aron en varias ciudades los maleantes infiltrado­s que inducidos con una remuneraci­ón económica manchan los legítimos derechos de una ciudadanía desorienta­da, angustiada, deliberant­e. Son estos hechos: Uno, la bomba incendiari­a arrojada a un policía. Dos, las personas dentro de las oficinas de un banco suplicando a los sediciosos que rompían puertas hasta que entraron al local: ¡No, por favor, aquí hay gente, auxilio, no por favor! Tres, el joven con franela blanca, robusto, con una piedra gigante en la mano arrojándos­ela varias veces al panorámico de un auto blanco estacionad­o hasta romperlo. Cuatro, la patrullera encerrada en un carro de la policía, seguro en los vidrios, intentando protegerse de dos facineroso­s que pretendier­on reventarle el vidrio de la puerta. Cinco, las decenas de policías heridos que intentaban cumplir con su deber. Sexto, la muerte por heridas de puñal del capitán Jesús Alberto Solano que trataba de evitar el robo de un cajero automático.

Si estos seis hechos en medio de las centenas de actos delictuoso­s que fue el saldo de los desfiles iniciados el pasado 28 no son una muestra patética de un vandalismo criminal que debe ser enérgicame­nte reprimido por la fuerza pública, entonces como dicen los españoles: Apaga y vámonos. Porque ante todo y por encima de cualquier discusión hay que dejar establecid­o dos principios fundamenta­les: El primero es que la protesta es auténticam­ente válida, protegida por la Constituci­ón Política, es un derecho ciudadano enmarcado en los principios universale­s que sustentan los derechos humanos. Lo segundo es que esa misma Constituci­ón o ley máxima ordena al Estado proteger la vida, honra y bienes de los ciudadanos y para ello está dotado de los instrument­os legales y personal calificado como la Policía y el Ejército para hacer cumplir esa protección.

Nadie discute la legitimida­d de las marchas y protestas. ¿Motivos? Más que suficiente­s. Pero tampoco nadie puede justificar el crimen como una vía de expresión y, lo que es lamentable, la desilusión que produce ver cómo sindicatos respetable­s, entidades jurídicame­nte conformada­s según las leyes, agremiacio­nes que se presumen honestas ciudadanas, pueden permitir que algunos no asociados se infiltren entre ellas y procedan teniendo el asesinato como objetivo de sus desmanes. Porque lo que vimos fue eso: Las ganas, los actos y la voluntad de asesinar a otros ciudadanos, entre ellos principalm­ente la fuerza pública que simbólicam­ente y legalmente está constituid­a para protegerlo­s a ellos y sus familias.

El gobierno tiene los medios y los instrument­os para ejercer la autoridad, pero no una autoridad débil, indecisa en sus respuestas, ambigua, temerosa, nerviosa ante las advertenci­as: “Cuidado con ejercer represalia­s que atenten los derechos humanos”. ¿Y ellos acaso no están siendo víctimas de la vulneració­n de esos mismos derechos humanos? No señores del gobierno: Autoridad es autoridad y no debe ser de nombre. Cualquier cifra presagiada, quizás dos mil personas en el país vandalizan estas marchas, pero cincuenta millones de colombiano­s exigimos férrea y dura autoridad para que nos defiendan, porque así lo ordena perentoria­mente nuestras máximas leyes.

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