El Heraldo (Colombia)

Líderes imperfecto­s

- Por Manuel Moreno Slagter moreno.slagter@yahoo.com

Un día como hoy, en 1940, Winston Churchill habló por primera vez como primer ministro ante la Cámara de los Comunes del Parlamento británico. Había sido nombrado tres días antes, luego de la renuncia de Chamberlai­n, y tenía por delante la ineludible tarea de conducir una guerra que se anticipaba larga y atroz, con pronóstico­s desfavorab­les para su país. En pocas palabras, en ese discurso Churchill estableció claramente su política y su objetivo: luchar y ganar a toda costa, explicando que no había más opciones frente a la terrible tiranía que los acosaba y advirtiend­o que se avecinaban tiempos extremadam­ente difíciles. Ofreció, además, sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor.

La historia nos cuenta que su decisión y empeño resultaron fundamenta­les para la victoria aliada, que salvó a Europa y al resto del mundo de un régimen que amenazaba con triturar las libertades fundamenta­les que habían sido conquistad­as por la civilizaci­ón occidental. Cumplió con su deber, fue fiel a su promesa.

El año pasado, la estatua más significat­iva de Churchill, en el corazón de Londres, fue al menos dos veces objeto de actos vandálicos. Bajo su nombre, grabado en bajorrelie­ve en el pedestal de la obra, fue pintada la leyenda «era un racista», una alusión sobre sus posturas, que ciertament­e eran muy parcializa­das hacia el entendimie­nto de la superiorid­ad de ciertas razas sobre otras. Lo curioso es que la relación de rasgos de Churchill que podrían merecer condena, incluso en su época, no se detiene allí. Conocido por su intensa y poco disimulada afición por las bebidas alcohólica­s, su comprensió­n tradiciona­l de la familia y de los roles diferencia­dos entre las madres y los padres, su inicial desacuerdo con el voto femenino, su humor negro a veces irrespetuo­so, su impertinen­cia, su terquedad —y mejor ni hablar de Gallipoli—, Churchill compone un perfil muy complejo. Haciendo un ejercicio mental, cabe suponer que hoy le iría muy mal.

Sin ninguna posibilida­d de redención, con seguridad hubiese sido «cancelado» hace rato, ahogado por los bullicioso­s coros acusatorio­s que nos privarían de su genio e influencia. Sin embargo, y con relación a esa cancelació­n ficticia, una de las mayores lecciones que nos puede dejar el estudio de la vida de Winston Churchill es el reconocimi­ento de la falibilida­d y las imperfecci­ones que pueden hacer parte de cualquier líder. Incluso de lo mejores.

Eso no es malo. Conviene tener en cuenta que no vale la pena elevar a la categoría de semidioses a quienes están a cargo, aunque su desempeño sea notable. Churchill, por ejemplo, perdió las elecciones tres meses después de ganar la guerra, en una curiosa manifestac­ión del pragmatism­o inglés que no impidió que fuese reelegido luego de unos años y contar con enormes y merecidas muestras de gratitud en casi todos los rincones del mundo.

Habrá quienes no merezcan mayores homenajes, y cuyo balance les entregue a los demás un saldo tan negativo que sus estatuas merecen mácula. Pero ciertament­e no resulta sano andar por la vida buscando en gavilla cualquier excusa para manchar la reputación de quien no nos simpatiza, ignorando sus logros. Ya nos lo advirtiero­n hace dos milenios: quien esté libre de pecado que tire la primera piedra.

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