El Heraldo (Colombia)

El nuevo coraje

- Por Orlando Araújo F.

Una mañana, en los albores del siglo XIX, una minoría acaudalada se despertó de un sueño agitado y decidió que ya no le gustaba el orden que un remotísimo trono le había impuesto por la fuerza de la cruz y de la espada. Luego de varias escaramuza­s fallidas, solicitaro­n el auxilio de un mantuano caraqueño para que sacara al rey a las patadas. El mantuano hizo bien su trabajo, aunque en ello se le fue la vida y la fortuna. Pronto decidieron que tampoco les gustaba el orden que pretendía imponer el advenedizo y sacaron al mantuano a las patadas.

Entre tanto, el hijo de un cultivador de cacao de Villa del Rosario, elevado ala categoría de gloria nacional por habernos liberado del libertador, logró persuadir a los colombiano­s de que las leyes les darían la libertad. pero lo cierto es que, desde ese día, al amparo de la Santa Madre Iglesia, la voraz minoría se apresuró a confeccion­ar, a la justa medida de sus sagrados privilegio­s, un orden tan férreo que diez constituci­ones nacionales, más de sesenta constituci­ones provincial­es y dos siglos de violencia atroz no han podido quebrantar. A finales de los años sesenta, García Márquez declaró a un diario parisino que «las caracterís­ticas más sobresalie­ntes de Colombia, en contraste con sus países vecinos, provenían del hecho de que en nuestro país la gran contienda sociopolít­ica, ideológica y militar del siglo XIX había concluido con el triunfo de los sectores más tradiciona­listas.» No se equivocaba. Ese orden arbitrario, leguleyo, mezquino, fundado en la opresión, la exclusión y la explotació­n, es precisamen­te el que algunos llaman la democracia más antigua de América Latina.

Ese es el tamaño del perverso leviatán que postergó el ingreso de la modernidad en nuestro medio. El mismo que, en un hecho sin precedente­s, pusieron a temblar con admirable coraje y empatía millones de jóvenes de Colombia. Así, provistos de dos temibles armas de destrucció­n masiva: creativida­d y pensamient­o crítico, los jóvenes han salido a las calles a bailar, pintar, cantar, resistir, a reclamar un orden nuevo, uno más justo e igualitari­o, uno donde por fin el cóndor del escudo deje de mirar solo a la minoría que está a su derecha, donde todos ellos puedan quedarse, ser felices, prosperar, sin tener que emigrar a la tierra que nadie les ha prometido. Por ese terrible pecado, con una virulencia verbal digna de Miguel Antonio Caro, santo patrono de la Regeneraci­ón, los áulicos del orden caduco les llaman vándalos, atenidos, resentidos, adoctrinad­os, apátridas, malhechore­s, por eso los criminaliz­an, por eso les disparan, por eso los desaparece­n.

El saldo de la feroz represión en Colombia arroja cifras de miedo, y todo indica que seguirá creciendo. No importa que los medios de comunicaci­ón del orden se esfuercen en decirle al mundo que aquí «no ha pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca.» No importa que repitan sin sonrojarse que sí, que sí, que todo está bien, que este es un pueblo feliz, un apacible remanso de nenúfares cubiertos de rocío.

Lo realmente cierto es que la fuerza pública no está para este tipo de infamias. Debe imperar el diálogo, la construcci­ón de consensos, no los fusiles. Lo sabía incluso el anónimo soldado de La casa grande, de Cepeda Samudio, cuando la tropa fue movilizada para masacrar a los trabajador­es de la compañía bananera:

—«No me gusta esto de ir a acabar con una huelga. Quién sabe si los huelguista­s son los que tienen la razón.»

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Colombia