El Heraldo (Colombia)

A mi madre

- Por Catalina Rojano O.

La inocencia de un niño le da alas a todo cuanto existe… Tendría siete u ocho años yo cuando cantaba Los versos a mi madre de Julio Jaramillo a lo Frank Sinatra, es decir, a mi manera. Inspirada quizás en la inmensidad que emana de la palabra madre. O en la magia que se desprende de esas mujeres que ven más allá de lo visible y entregan tanto o más de lo que tienen solo por dibujar una sonrisa en el rostro de sus hijos. «Mi madre es pequeñita, igual que una avioneta… Lo dulce está en su alma, el viento en el avión», cantaba yo…

Años después, el canto se volvió gracia en mi familia, cuando supe que la letra original era otra y no esa con la que imaginaba a mi mamá volando por los aires: poderosa, magnánima y a la vez pequeña en la infinitud del cielo. La Antigua Grecia da cuenta de historias en que los seres humanos volaban. Para escarparse junto a su hijo Ícaro del laberinto de Creta, Dédalo inventó unas alas de plumas y cera con la mala fortuna de que su hijo, obnubilado por la quimera de alcanzar el sol, desestimar­a la advertenci­a del padre subiendo lo suficiente hasta que el astro rey derritiera por completo sus alas.

Vivimos entre mitos y realidades. Así como Dédalo con Ícaro, las madres nos protegen, nos enseñan, nos advierten y nos lanzan al mundo que se expande como un cielo interminab­le de posibilida­des ante todos nosotros, aprendices de vuelo. Tal vez si en los primeros años en que cantaba Los versos a mi madre hubiera conocido la flor de la violeta, esa planta de tallos rastreros y olor sublime, habría identifica­do que era esta a la que se refería la canción que suena sin falta todo domingo de mayo en que se celebre el Día de la Madre.

Pero yo pensaba en un referente más cercano. La avioneta del tío Evelio, el hermano aviador de mi mamá. La avioneta, una aeronave realmente pequeña si se le compara con un

Jumbo o Boeing 747. En la cabeza de una niña que conocía sobre Las aventuras de Tom Sawyer y las de Un capitán de quince años, imaginar que su madre era “pequeñita” (y grandiosa), “igual que una avioneta” quizás no entrañaba un cálculo desproporc­ionado. O eso quiero creer yo a mis treinta y tantos.

Casi todas nuestras aspiracion­es van al cielo. Creo que todos hemos soñado al menos una vez con que volamos. Vivimos con una especie de añoranza de ser pájaros, esos seres que aletean mágicament­e y que desaparece­n en el horizonte de forma misteriosa; esos que encantan a mi mamá y que han inspirado la creación de miles de obras de arte y de ingeniería. El mismo Leonardo Da Vinci empezó a estudiar el vuelo de los pájaros a finales del siglo XV, y diseñó máquinas voladoras que llamó ornitópter­os, las cuales se accionaban con palancas de mano, pedales y un sistema de poleas.

Desde que nacemos hasta que morimos, la utopía de volar nunca se esfuma. Desde que nacemos hasta que morimos, la imagen de nuestra madre siempre está presente. Ya sea como una avioneta, una violeta o cualquier otra maravilla de la creación. @cataredact­a

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