Jíbaro en San Juan
Cuando escuché la canción recuerdo que caminaba por uno de los barrios más picoteros de Barranquilla. La había oído antes, pero solo hasta entonces la escuché detenidamente. Era vieja, y tenía algo de la música jibarita combinada con aquella elegancia que solo tienen las mejores salsas. Sin embargo, lo que en realidad captó mi curiosa atención melomaniáca fue la estridente voz de niño que la interpretaba.
El tema en cuestión se llamaba Jíbaro en San Juan y su intérprete era “Miguelito”, un niño de once años, con voz resonante, rubio y de ojos claros que cantaba en el aeropuerto a cambio de las monedas que le arrojaban los viajeros que aterrizaban.
Sin duda el último de esos viajeros tuvo que haber sido Harvey Averne, productor musical americano que quedó tan fascinado ante su estilo y talento que lo indujo a la música.
Increíblemente, en menos de un año, con la ayuda de Averne, Miguelito ya había cantado en el Madison Square Garden de Nueva York y grabado Canto a Borinquen, el primer y último álbum de su corta vida artística, pues la suerte no hubo de acompañarle por mucho tiempo.
Su álbum resultó ser un fracaso comercial. Sencillamente no obtuvo las ventas esperadas y Averne decidió concentrarse en otros proyectos más importantes.
Fue entonces cuando empezó a desdibujarse la ilusión de Miguelito. Demasiado joven e ingenuo como para entender el mundo, regresó con su familia a Puerto Rico y allí se quedó con las maletas llenas de sueños pasados. Nunca volvió a cantar como antes lo hacía, no grabó más canciones, y años después murió en medio del más absoluto anonimato.
El mundo sin saberlo acababa de perder una gran estrella que, no obstante, aún resplandece en el cielo trayendo consigo el rumor de su canción: “Llegó un jíbaro a San Juan que había estado en Nueva York, ya no hablaba en español y el inglés era fatal”.