El Heraldo (Colombia)

Seres extraordin­arios

- Por Yamid Amat Serna

Hace algunos años en la antesala de una entrevista a una muy reconocida periodista y columnista colombiana, mientras se ultimaban detalles de luz y sonido, le comenté sobre un planteamie­nto que había oído, o leído por esos días, y que por cierto, me había producido un extraño escalofrío. El mismo exponía: “Este medio está lleno de buenos periodista­s, malas personas.” Le pregunté entonces qué opinaba sobre el tema y si creía que para ser lo uno, había que ser lo otro. Confieso que la pregunta era incómoda incluso para quién la hacía. Yo. Hay campos y territorio­s donde no se entra, ¿quién es quién para juzgar al otro? Sin embargo, el planteamie­nto podía expandirse a otras representa­ciones y hacerse, de cierta manera, universal. Para no meternos en camisa de once varas, así lo abordamos y así deliberamo­s unos minutos al respecto. En reflexión, llegamos a sentir, que más allá de los cargos, los roles, o los hechos, lo que si espantaba era ver cómo cada vez más, en la humanidad, se evidenciab­a la maldad como ente regente de muchas movilizaci­ones, y más aún, en las que de una u otra manera se concentrab­a poder.

Cualquier ejercicio o actividad que advierta poder, es también una invitación a caminar sobre una cuerda floja o transitar entre diagramas de líneas borrosas y confusas, en las que, muy probableme­nte, que entre más se crezca a hacia afuera, más se decrece hacia dentro.

El fin de semana pasado se registró la triste noticia de la muerte de Mauricio Gómez, a quien no quisiera referencia­r únicamente como uno de los más reconocido­s y galardonad­os periodista­s del país, ciertament­e lo fue, pero fue eso, y muchísimo más. Mauricio, el hombre de las buenas maneras, el maestro del respeto, su voz cálida y acompasada nunca se sobresaltó. Su observació­n juiciosa y su colosal sensibilid­ad constituía­n un universo de aprendizaj­e tranquilo y profundo. Su pincel, su pluma y su lente, eran tan diáfanos como su alma y su espíritu. Su generosida­d: incalculab­le. Alentador del virtuosism­o, la moral, la ética y la estética. Sus logros, todos mayúsculos, nunca pretendier­on anteponers­e a su sencillez y honestidad. Vanguardis­ta, privado, riguroso, afectuoso y detallista. Todo su talante abrazado por una sutil timidez, propia de los valientes, de los hombres que escasean en este mundo. Estar a su lado era sentirse su alumno y sus enseñanzas todas, estaban abrigadas por un inconmensu­rable respeto, el cual expresaba hacia todas las personas que hacían parte de su mundo y su camino. Artista portentoso, impetuoso periodista, buen amigo e irrepetibl­e ser humano.

Si la máxima citada arriba hubiese sido cierta (cosa que dudo), Mauricio la pulverizó con lujo de detalles, pues su bondad y calidad humana, como su nivel profesiona­l, no tenían techo. Su partida deja un silencio profundo y me invita a pensar, en ¿Cuánta falta hacen en el mundo seres de tal magnitud, que tengan la capacidad de brillar sin que su propio brillo los obnubile?, ¿Cuánta falta hacen en el mundo maestros que enseñen desde el amor, no desde la soberbia de la supremacía?, ¿Cuánta falta le hacen al mundo seres que no confundan el grito con el mando y el señalamien­to con la autoridad?, ¿Cuánta falta le hacen al mundo seres extraordin­arios? ¿Y cuando ellos se nos van, cuánta falta nos harán?

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