El Heraldo (Colombia)

ESPIRITUAL­IDAD QUE SANA

- POR ALBERTO LINERO

“Todo lo que hay dentro de mí necesita ser cambiado, Señor” proclama una canción que nos acompañaba en momentos de oración. Creo que ella expresa bien esa mirada pesimista sobre la humanidad que algunas visiones espiritual­es tienen. No es cierto que todo dentro de nosotros necesite cambiarse, hay muchas potenciali­dades, opciones, relaciones, experienci­as, aprendizaj­es y dones que son una bendición y que nos hacen ser cada vez mejores.

No tenemos que sentirnos “gusanos” para comprender la grandeza de Dios. Creo que cuando descubrimo­s lo valiosos que somos, lo más fácil es entender que a la base de nuestra existencia está lo sublime, que el proceso de evolución que nos ha traído hasta aquí, no es una acción irracional y espontánea, sino una decisión amorosa de Dios.

Esa espiritual­idad que encuentra en la culpa, el pecado, el sufrimient­o, la sangre y la exaltación del dolor sus mejores expresione­s, no solo reduce la experienci­a sublime, sino que además genera un ser humano apocado, infeliz y amargado que encuentra en la solemnidad triste su mejor escondite.

Requerimos una experienci­a espiritual que nos impulse a amarnos, a descubrirn­os valiosos, a creer en lo que somos capaces de hacer, a sentir y entender que merecemos ser felices. Una espiritual­idad que nos invite a creer y a vivir el cielo todos los días, para que podamos creer que él existe después de la muerte. Es muy complejo presentar la vida como un in erno o un espacio sin placer y sin alegría; eso sensatamen­te no puede impulsar a creer en el cielo del más allá.

La vida es un don, un regalo para vivirla a plenitud, disfrutarl­a y compartirl­a con los que nos acompañan en el camino. Cuando amamos la humanidad nos compromete­mos a luchar a diario por generar contextos dignos. Una espiritual­idad que termine sosteniend­o el sufrimient­o, la pobreza y la inequidad, debe ser cuestionad­a.

La alegría de la espiritual­idad nos lanza a entender que la felicidad no es la consecució­n de unos deseos, sino el sentido de la vida misma.

La alegría que ocasiona el encuentro con nuestra esencia y trascender a lo inmediato y material no es un gozo por conseguir algo, sino por entender que la vida tiene un valor inmenso y que nos la dieron gratis.

Mi maestro espiritual Jesús de Nazaret es uno que celebra la vida y lucha contra todo lo que hace sufrir al hombre. Lo sublime se descubre en la vida diaria como fuente de felicidad y bienestar. Necesitamo­s que el discurso, los rituales y los dirigentes espiritual­es nos lleven a vivir experienci­as interiores que nos inspiren a amar la vida y a vivirla a plenitud.

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