El Heraldo (Colombia)

LOS PECADOS DE ANA MAGDALENA

- POR ORLANDO ARAÚJO

En el nuevo libro de Gabo, dijo que lo iba a publicar, que yo me parezco a un gitano y mi corazón a un imán», cantaba hace cuatro décadas Rafael Escalona. Y hoy una cosa está clara: el nuevo libro de Gabo, ese que él quería botar a la basura, el mismo que sus hijos acaban de publicar en contra de su sagrada voluntad, ha vuelto a alborotar el avispero literario de la nación católica como hace mucho no se veía. Lo cual es significat­ivo si se tienen en cuenta los escasos hábitos lectores de los colombiano­s y el poco entusiasmo que despiertan los nuevos escritores, pese a los afanes de las multinacio­nales del libro, los premios, los festivales y otras hierbas de actualidad. A pocos días de su lanzamient­o, ya se han publicado numerosas notas de prensa sobre la novela póstuma de Gabito. Leer la historia de Ana Magdalena Bach supone no solo viajar en el espacio del Caribe, sino también en su tiempo, acaso en el mismo transborda­dor que lleva puntualmen­te a la heroína a su cita anual con el deseo en una innombrada isla de placer y adulterio.

Desde sus primeras obras, los esquemas femeninos de pensamient­o habían estado dominados por la mesura, en oposición a la desmesura masculina. No hay que olvidar que para García Márquez «las mujeres sostienen el mundo en vilo, para que no se desbarate mientras los hombres tratan de empujar la historia». En este sentido, la dimensión sexual de estas se veía reprimida a causa de su condición de «señoras de la casa». Mujeres como Úrsula o Fernanda, por ejemplo, se convierten así, a pesar de los hijos, en seres asexuados. Las excepcione­s que confirman esta premisa son, por supuesto, las putas y las concubinas, es decir, Pilar Ternera y Petra Cotes.

Su última criatura femenina, no obstante, resulta un poco más compleja. Como el último Aureliano, el de la cola de cerdo, «macizo y voluntario­so como los José Arcadios, con los ojos abiertos y clarividen­tes de los Aurelianos». Ana Magdalena es una señora de la casa, pero su audacia lejos de la alcoba matrimonia­l parece actualizar una vieja doctrina según la cual una vez al año no hace daño. La novela permite apreciar relámpagos de la probada genialidad de su creador. Plena de música y literatura, contiene epifanías que parecen escritas para ser leídas en voz alta: «Habían dado las dos cuando un trueno sacudió los estribos de la casa, y el viento forzó el pestillo de la ventana. Ella se apresuró a cerrarla, y en el mediodía instantáne­o de otro relámpago vio la laguna encrespada, y a través de la lluvia vio la luna inmensa en el horizonte y las garzas azules aleteando sin aire en la borrasca».

Con todo, y ello resulta de la mayor importanci­a, Ana Magdalena experiment­a un erotismo culposo, no festivo, vuelve a casa con los huesos de su madre en un saco, luego de haber «llorando de rabia contra ella misma por la desgracia de ser mujer en un mundo de hombres»…

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