El Heraldo (Colombia)

Intimidad, el derecho que todos exigen, pero pocos respetan

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Serena, la princesa de Gales, Kate Middleton, anunció que padece cáncer. También aseguró que recibe en la actualidad tratamient­o con quimiotera­pia para hacerle frente a su enfermedad, que ha resultado difícil, como no podría ser de otra manera, explicarle a sus hijos: George, Charlotte y Louis. Inesperado shock que intenta asimilar con el respaldo de su esposo, el príncipe Guillermo.

Su declaració­n oficial pone punto final a la avalancha de especulaci­ones que durante semanas han vulnerado su intimidad, también la de su familia, a tal punto que las más insólitas versiones sobre su estado se convirtier­on en la comidilla de la prensa rosa o del corazón, la que se ocupa de los temas de la farándula o la realeza y que en ocasiones, entonemos el mea culpa, parece que no lo tuviera cuando se ensaña con personajes, como la futura reina de los británicos, que necesita, como cualquier otra persona enferma, tiempo y tranquilid­ad para encajar su condición, reestablec­er fuerzas, y centrarse en sanar su mente, cuerpo y espíritu. Su recuperaci­ón es lo primero. Por eso demandó, tanto para ella como para su entorno, respeto a su intimidad. Lógico.

Lejos de la idílica campiña inglesa, en el corazón del Caribe colombiano, una joven vive también por estos días su propio drama. La exnovia del acordeoner­o barranquil­lero Rubén Lanao, hasta hace pocos días compañero de Silvestre Dangond, lo acusó de difundir un video con contenido íntimo en el que ella aparece, sin su consentimi­ento, que terminó viralizado en las redes sociales.

Quienes, de manera consciente o inconscien­te, incurren en estas intolerabl­es acciones que exponen a sus víctimas a un daño emocional incalculab­le, pasan por alto que violan un derecho amparado por la Constituci­ón y la ley. Este es un acto miserable, misógino e insultante, privativo de cobardes, con potencial de desatar profundas repercusio­nes en la esfera personal de las o los afectados por el violento linchamien­to social de quienes de manera voluntaria se suman al carácter reprensibl­e de ver o, aún peor, de compartir este material íntimo por pura diversión.

¿Y si fuera usted o alguien de su círculo más cercano quien recibe la implacable descarga del acoso digital? Que nadie se equivoque: grabar un video íntimo o enviar imágenes sexuales de manera consentida no es un delito. Eso sería caer en un falso moralismo. Cada persona es dueña de su propia intimidad y lo que sucede en sus espacios privados, como en sus mismas vidas, debe quedarse allí. Hacer uso público de ese contenido para denigrar, deshonrar o cobrar revancha, lo que se conoce como la porno venganza, es un crimen que debe terminar en manos de la Justicia.

Si su derecho a la intimidad es sagrado y se esfuerza por preservarl­o a como dé lugar, ¿por qué no hacer lo mismo con el de su vecina o quien se vea expuesto a la vergüenza pública? Cierto que en el ser humano pervive una condición de curiosidad permanente que, en algunos casos, raya en un morbo insaciable o voraz por inmiscuirs­e en la vida privada del prójimo. Nadie pretende, bueno casi nadie, que su privacidad sea vulnerada para ser compartida, sobre todo, cuando no ha dado pie a ello. Antes costaba mucho hacerlo, ahora las redes sociales han abaratado el daño.

Asumamos de una vez que nadie conoce a nadie. El porno es el nuevo opio de las masas. Su impacto social a edades cada vez más tempranas es alarmante. El internet lo hace posible. Los escándalos por la vulneració­n de esa delgada línea entre lo íntimo, lo privado y lo público son demasiado frecuentes, lamentable­mente cotidianos, e incluso comunes, porque cruzar fronteras hacia lo desconocid­o resulta excitante. Saber de todo y de todos parece ser la nueva forma de acumular poder. Así sea el más mezquino, al someter a otros a burlas y humillacio­nes constantes.

Eso no nos hace mejores personas. Claro que no. Tampoco sobra decir que las mujeres por las actitudes machistas de siempre suelen soportar la peor parte al ser juzgadas con crueldad de Santo Oficio de la Inquisició­n por las hordas digitales, dirigidas muchas veces por, finjamos sorpresa, mujeres. Así nos va. O si no, pregúntens­elo a la exnovia de Lanao o a la misma Kate Middleton, que al margen de los pueriles errores de comunicaci­ón de la Casa Real Británica con la foto trucada, han visto cómo su intimidad –uno de sus valores más preciados- como la de cualquiera de nosotros ha resultado pisoteada al máximo. Ojalá que nada de esto se repita. Ojalá.

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