UN AIRE DE FAMILIA
Son dos las doctrinas que han pretendido responder a la pregunta respecto de si realmente existe algo que pueda llamarse «literatura»: el realismo, con su fe en los universales y el nominalismo, defensor de las sustancias particulares. Para el primero, la literatura posee una esencia universal; para el segundo, no hay esencia alguna, lo que llamamos literatura es una convención, una contingencia.
Recientemente, se ha sostenido que el nominalismo no es la única alternativa al esencialismo, pues del hecho evidente de que la literatura no posea ninguna esencia no puede desprenderse que no tenga legitimidad como categoría. Ello equivaldría a a rmar que es arbitraria. La alternativa más convincente para este falso dilema sigue siendo la teoría de los denominados «parecidos familiares», de Wittgenstein. De hecho, una de las más sugerentes soluciones al problema casi insoluble de la identidad y la diferencia.
Siguiendo de cerca este postulado, se retoma la célebre comparación del enrevesado tejido de afinidades con los parecidos que comparten los miembros de una misma familia. Así, unos miembros poseerán uno o dos de estos rasgos, pero no más; otros tendrán una mezcla de varios, junto con alguna otra característica. De esto se colige que tal vez dos miembros de la misma familia no tengan en común ninguno en absoluto, aun siguiendo vinculados entre sí mediante otros elementos interpuestos en la serie.
Desde esta perspectiva, diversos teóricos se han preguntado: ¿Qué es lo que tienen en común todos los textos literarios? La respuesta más frecuente es que no comparten muchos elementos. Lo que existe en realidad, concluyen, es una compleja red de parecidos que se superponen y entrecruzan. Puede incluso hablarse de ciertos «rasgos constitutivos». La obra individual, en este sentido, debe exhibir al menos una de estas características signi cativas, uno de estos “parecidos” para que se la considere un miembro efectivo de la familia.
Cuando hoy, bajo la sombra del eclipse o de camino al Carnaval de las Artes, alguien considera literario un escrito tiene en mente, por lo general, una de estas cinco características, o una combinación de ellas: que sea de cción, que arroje intuiciones significativas sobre la experiencia humana, en lugar de informar sobre verdades empíricas, que utilice el lenguaje de un modo realzado, gurativo o deliberado, que no tenga utilidad práctica –en el sentido que lo tiene, por ejemplo, una lista de compra– o que constituya un texto valorado. De modo que cuanto mayor sea el número de estos factores que exhiba un texto, es más probable que en nuestra cultura alguien lo calique de literario.
Cabe resaltar que ninguna obra literaria tiene que cumplir todos estos criterios. Tampoco la ausencia de alguno basta para considerarla no literaria.