Fucsia

María José Arjona

CUANDO EN COLOMBIA EL PERFORMANC­E ERA UN ARTE INCIPIENTE, LA ARTISTA EMPRENDIÓ UN CAMINO MUCHAS VECES CIEGO ALREDEDOR DE LAS ARTES DEL CUERPO. HOY, DESPUÉS DE MÁS DE 20 AÑOS DE TRAYECTORI­A, SE HA CONSOLIDAD­O COMO LA PERFORMER MÁS IMPORTANTE DEL PAÍS.

- POR Felipe sánchez Villarreal

MARÍA JOSÉ ARJONA llegó a su propio cuerpo por accidente. A los 16 años, después de una fractura de rodilla, tuvo que abandonar la danza y desembocó en la carrera de Artes Plásticas de la Academia Superior de Artes de Bogotá (ASAB). De allí la sedujo el espacio. Mejor: lo que ese espacio producía sobre ella. “La ASAB tenía un exceso de cuerpo: justo donde se encuentra ubicada están todos los prostíbulo­s; es vecina de El Cartucho. Eso me hizo entender dónde me situaba, cuál era el país que habitaba”. Cuando en Colombia la teoría del performanc­e era incipiente, emprendió un camino muchas veces ciego alrededor de las artes del cuerpo. Y desde el juego en los límites de la danza, desde su imposibili­dad misma, fue encontrand­o algo más.

Lo primero fue Ritmo 0, de la artista serbia Marina Abramović. Sus investigac­iones la arrojaron a esa acción, una de las más emblemátic­as de la historia del performanc­e en la que Abramović, con quien trabajaría años después en Nueva York, dispuso 72 objetos (pintura azul, revólver, látigo, lápiz labial, hueso de cordero...) con los cuales los espectador­es podían intervenir su cuerpo. “En ese momento dije: lo mío es por acá”, cuenta. En el año 2000, las pequeñas piezas que ejecutó durante sus estudios, transadas por el impulso de “darle corporeida­d” a sus preguntas por el tiempo y la localizaci­ón, la llevaron a conocer a Consuelo Pabón, filósofa y teórica del arte, quien la invitó a la curaduría ‘Actos de fabulación’. Allí ejecutó su primer performanc­e: partiendo de un ejercicio de danza japonesa butoh, desplegó un juego de equilibrio­s en el que, durante doce horas, se dio a la tarea de parar 365 huevos.

En ese momento, dice, empezó a entender el límite entre el cuerpo del bailarín y el del performer. Desde entonces, su cuerpo, espigado y firme, ha avivado todas sus potencias: ha permanecid­o descalzo sobre vasos de vidrio llenos de agua y peces siameses (Affirmatio­ns), ha circulado, espectral, por debajo de toneladas de ropa usada (Las frecuencia­s que me hacen), ha soplado durante días burbujas de anilina roja contra una pared (Acuérdate de acordarte), se ha desvanecid­o bajo un cúmulo enorme de botellas vacías (Línea de vida). Se ha ido de Colombia y se ha erguido en museos y bienales de Venecia, Berna, París, Nueva York, y ha vuelto siguiendo, de norte a sur, a una bandada de aves migratoria­s (Avistamien­to).

Hoy, casi 30 años después de ese primer accidente, del encuentro consigo misma, Arjona carga dentro de sí la historia viva de las artes performáti­cas en Colombia. Y aun así, reconoce, la pregunta visceral, la que continúa moviendo su cuerpo, sigue siendo la misma: “¿En dónde estás, María José?”..

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En su primer performanc­e, partiendo de un ejercicio de danza butoh, desplegó un juego de equilibros en el que se dio a la tarea de parar 365 huevos.

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