LA ARQUITECTURA DEL PLATO
Un artículo donde Mauricio Silva nos hace ver la relación entre el sabor, la construcción y el aspecto visual de un plato. Ingredientes infalibles para impactar los sentidos.
La comida entra por los ojos: la vista se detiene en el contenido del plato, sus colores, formas, texturas, altura y, por supuesto, en la vajilla que lo contiene. Ahí comienza entonces el gusto de imaginar a qué sabe aquello que vemos.
“¡Ups, se me cayó la tarta de limón!”
Así se llama un plato emblemático del que fuera, hasta hace un año, el mejor restaurante del mundo (según el listado San Pellegrino): La Osteria Francescana, de Massimo Bottura.
La historia dice que, poco más de un lustro atrás, en pleno voleo de servicio, una tarta de limón cayó al suelo en la cocina de Bottura y aquella imagen del postre estropeado –y el plato roto– le pareció tan atractiva al cocinero italiano que, desde entonces, decidió servirlo así. Mandó a hacer platos que parecen rotos y a la tarta, apenas sale del horno, le dan tres golpes antes de servirla en la mesa. Romper la armonía para generar suceso. ¡Y lo logró! Es su postre más famoso. Un golpe de estética.
Tuve la inmensa fortuna de visitar ese local y de probar la bendita tarta y sí, en efecto, el impacto decorativo es la mitad de este alimento. Y vi cómo todos los demás comensales disfrutaban el pastel con la misma mezcla de gozo y complicidad que la mía. Una especie de chiste sobre la deconstrucción de los platos. Pero más allá de la broma, está claro que para Bottura, como para todos los chefs contemporáneos (Joan Roca, Ferran Adrià, René Redzepi y nuestra artista Leo Espinosa), el cómo se ve el plato es igual
de importante al cómo sabe. En otras palabras, la arquitectura en un plato hoy –y siempre lo ha sido– es tan importante como la misma técnica de cocción. Como un edificio, va de lo estructural, pasando por lo estético, para llegar a lo funcional. Que su forma y su color den tanto placer como su gusto y su textura.
“Lo importante no es lo que se come, sino cómo se come”, dijo el filósofo Epicteto en el siglo I. Hablaba de la belleza en el comer. Y siempre fue y será así. François Vatel (París, 1631 – Chantilly, 1671), cocinero y maitre, no solo se hizo famoso por haber inventado la crema chantillí, sino que elevó la estética de la comida a niveles insospechados: sus banquetes –de dos o tres días– pasaban de ser cuadros enormes a performances exuberantes; y sus platos eran, sin más, pequeñas pinturas repletas de sabor.
Desde entonces, todas las escuelas de la cocina mundial han puesto el mismo empeño en la cocinada como en la ‘emplatada’. Unos más generosos que otros, unos más ‘artistas’ que otros, pero siempre con un condicionante: la comida entra por los ojos.
Ya lo dijo el pintor catalán Joan Miró: “Un cocinero se convierte en artista cuando tiene cosas que decir a través de sus platos, como un pintor en un cuadro”. Al fin y al cabo, en ambos casos, se trata de inspiración, armonía y equilibrio.