Esperanza verde
A falta de poder caminar la montaña, ir a un parque arborizado o pasear por un jardín, poblamos de plantas el interior de nuestras casas, ¿por qué?, ¿qué dice eso de quiénes somos?
EEn secreto, anhelaba cada vez más todo aquello de lo que carecía nuestro entorno: el espacio abierto, lo salvaje, las colinas, los bosques…
Cuando tenía siete años, mi abuela, que creció en el campo y que nunca perdió el impulso de vivir rodeada de plantas, compró una palmera más o menos de mi tamaño y la plantó en un pequeño antejardín de la casa donde vivíamos. Recuerdo que podía mirarla entera sin necesidad de subir mi cara y recuerdo también que sus hojas delgaditas de palmera enana eran filosas. Cuando entré a la universidad, diez años después, la palmera triplicaba su tamaño y hoy, cuando regreso a la casa, puedo ver sus hojas ya enormes y menos punzantes desde un segundo piso. Sé que el tiempo ha pasado desde que fui niña por todas las razones obvias, pero también porque he visto esa palmera volverse monumental.
Hay un regocijo extraño, cierta sensación de potencia cuando se ven crecer cosas. Es de lo primero que nos enseñan cuando nos inducen el asombro con el ejercicio predecible y universal del fríjol que se pone sobre un algodón húmedo en un vasito cualquiera. Es difícil permanecer impasible cuando algo que parecía inerte, ahora se despliega y se transforma. Es una fascinación, además, que no caduca. Podemos plantar el frijol hoy y vamos a sentir la misma impaciencia, la de despertarnos todos los días a ver si hay asomos de un tallo, hojas nuevas, raíces más pronunciadas.