La familia imperial de Rusia El misterio que nunca muere
Un siglo después del brutal asesinato del zar Nicolás II junto a su esposa e hijos, los Romanov vuelven a ser venerados por los rusos y surgen nuevas teorías sobre lo que pasó en aquella noche trágica de Ekaterimburgo.
Hace un año,
una serie de manifestaciones religiosas a la luz de las velas irrumpió en Moscú y otras ciudades de Rusia. Clérigos de la Iglesia ortodoxa revestidos de seda y oro, mujeres con la cabeza cubierta, hombres y niños, portaban íconos bajo una gran reverencia, un gesto natural si se recuerda que la tradición les atribuye a estas imágenes poderes milagrosos. Los santos de los cuadros eran el zar Nicolás II, la zarina Alexandra Feodorovna, sus hijas, las grandes duquesas Olga, Tatiana, María y Anastasia, y Alexei, el zarévich o heredero al trono, canonizados en 2000 por el martirio y muerte que padecieron el 17 de julio de 1918.
No se trataba de procesiones, sino de protestas contra la blasfemia en que, opinaban sus promotores, incurría la cinta Matilda al mostrar al zar santo desnudo, teniendo sexo con su amante, la bailarina Mathilde Kschessinska. Los ultraconservadores incendiaron el estudio que produjo la cinta y estallaron un carro bomba en un cine de Ekaterimburgo, donde su majestad imperial y los suyos fueron exterminados. En Moscú, medio millar de personas amenazó con quemar los teatros que proyectaran la cinta, lo que obligó a cancelar su estreno en 28 ciudades.
Esta es solo una muestra del nuevo delirio por el pasado zarista que recorre Rusia ahora que se cumplen los cien años del asesinato de los Romanov, el cual no es exclusivo del ala más conservadora de los nacionalistas, quienes reclaman la reinstauración de un régimen autocrático como el que se esfumó con la caída y muerte de Nicolás II. Según The Guardian, de Londres, “parte de la narrativa del presidente Vladimir Putin concibe que él es parte del legado de la Rusia imperial. Algunos piensan que se cree llamado, por orden divina, a ejercer ese rol, pues el país debe retornar a la grandeza de los zares y a sus raíces en la Iglesia ortodoxa”.
Mucho antes del advenimiento de Putin, apodado a veces “el nuevo zar”, el país más grande de la Tierra adoró a sus monarcas (el emperador era llamado “padrecito”), hasta que el malestar social, retratado por plumas geniales como Máximo Gorki, las traiciones de facciones aristócratas, el desastre de la Gran Guerra y sus escasas destrezas para la política, determinaron la caída de Nicolás en la Revolución de Febrero de 1917. Fue el fin de un régimen que casi no se había transformado desde sus orígenes en el Imperio bizantino, tras cuyo declive Moscú se proclamó “la tercera Roma”.
El emperador fue obligado a abdicar y apresado con su familia en el palacio de Tsarskoye Selo, cerca de San Petersburgo, por el gobierno de Alexander Kerensky, que luego los confinó en Tobolsk, Siberia. Meses después, otro giro del destino, la Revolución de Octubre, puso en el poder a los bolcheviques, el proletariado socialista al mando
de Vladimir Lenin, quien ordenó la muerte de la familia imperial. Para ese momento, los Romanov habían sido trasladados a Ekaterimburgo y recluidos en la casa Ipatiev, donde una noche fueron despertados y llevados al sótano. De pronto, irrumpió un pelotón de doce hombres ebrios y su carcelero, Yakov Yurovsky, les anunció: “La revolución está muriendo y ustedes deben morir con ella”. Nicolás, con el zarévich en su regazo, preguntó dos veces “¿qué?”, antes de que una descarga de tiros con pistolas lo silenciara al igual que a su mujer y a su hijo. Las grandes duquesas, en cambio, no expiraban pese a que les dispararon repetidas veces, de modo que fueron ultimadas a machetazos. Su inmunidad a las balas se debía a que llevaban los corsés repletos de gemas del legendario tesoro Romanov.
La sofisticación de la maldad no cesó ahí. Los cadáveres fueron escondidos en una mina abandonada y desenterrados por los soldados para desvalijarlos. Cuando Yurovsky descubrió que los habían puesto en tumbas sin cubrir, les lanzó granadas para borrarlos de la Tierra, pero no lo logró. Luego, lo intentó con ácido y les prendió fuego, también sin éxito. Por último, los sepultó en el bosque y allí permanecieron las siguientes décadas, mientras los socialistas borraban a los Romanov de la historia.
Vladimir Putin abrió una investigación para saber si el asesinato de los Romanov fue en realidad un ritual de sangre judío.
En 1979, el descubrimiento de los despojos fue ocultado por el régimen de la Unión Soviética. En 1991, poco antes de la disolución de aquel Estado, el presidente Yeltsin ordenó recuperarlos y, en 1998, se confirmó que pertenecían a los Romanov. Empero, la misma Iglesia ortodoxa que los canonizó cuestionó la autenticidad de los huesos. A los tres lustros, una comisión la reconfirmó, pero el clero tampoco creyó y en 2016 Putin ordenó más pesquisas.
Otra investigación oficial está abierta por una nueva hipótesis que contribuye a que los zares sigan siendo noticia. Tikhon Shevkunov, prelado muy influyente y cercano a Putin, le declaró a AP que muchos ortodoxos están convencidos de que los asesinatos fueron parte de un ritual de los judíos, odiados durante siglos por los rusos, incluido Nicolás. De hecho, agregó, Yurovsky, organizador del crimen, era semita.
El 17 de julio pasado, miles de rusos se congregaron en la Catedral de la Sangre, erigida donde los Romanov fueron masacrados, para rendirles tributo por el centenario. Reportajes, libros y filmes sobre el tema circulan profusamente, al tiempo que Amazon lanzará el 12 de octubre la serie The Romanoffs, sobre todos aquellos que aseguran descender de los 35 miembros del clan que sobrevivieron al exterminio perpetrado por los bolcheviques.•
La familia imperial fue abaleada y asesinada a machetazos. Sus cadáveres fueron profanados, quemados y corroídos con ácido.