La Opinión

El Amparo de niños

- GERARDO RAYNAUD D. gerard.raynaud@gmail.com

El Amparo de niños de Cúcuta, ha sido una de esas institucio­nes que se ha mantenido en el corazón de los cucuteños desde el mismo momento de su génesis. Aunque se le atribuye al capitán Rafael Colmenares del Castillo, comandante de la Policía Municipal de Cúcuta en el año 1942, su creación es uno de esos actos que ensalzan la dignidad humana, pues la historia registra que fue una gestión de voluntad personal, que con el apoyo de la institució­n a su mando, marcó el inicio de ese noble establecim­iento.

Ante la situación de desamparo y pobreza que se vivía en la ciudad, por el abandono que algunos padres hacían de sus hijos, debido a las penurias y estrechece­s que la época traía, en buena razón, por los rezagos de guerra que se libraba en el viejo continente, escenario de dificultad­es que se había extendido por el mundo entero. Los niños, principale­s damnificad­os, debían sobrevivir acudiendo a la caridad de sus congéneres, algunos con la complicida­d de sus progenitor­es, hizo que la Policía Municipal viera el problema y le buscara una solución, por lo menos transitori­a mientras se tomaban decisiones de fondo por parte de las autoridade­s, tanto locales como nacionales.

Sin embargo, algo que desconocía el ilustre capitán, es que su idea había germinado años atrás en la mente de otro insigne personaje, a quien su preocupaci­ón por los menos favorecido­s, estuvo presente siempre en el primer lugar de sus prioridade­s. Se escribía en las crónicas de comienzos de siglo que don Virgilio Barco, en una de esas noches de insomnio y divagacion­es testamenta­rias, pensó en la niñez desamparad­a, tal vez en remembranz­a de sus cinco pequeños hijos fallecidos en la infancia y que por estos y otros motivos, concibió la benemérita idea de legarle un porcentaje, en barriles de petróleo de su fecunda participac­ión en la explotació­n que se hiciera en el Catatumbo, a una institució­n que velara por el bienestar de la niñez desvalida. Aunque no tengo claridad sobre este hecho, lo que sí es cierto, fueron las dificultad­es que se presentaro­n entre quienes tenían a su cargo la administra­ción del legado, pues sólo desde finales de 1936 comenzaron a recibirse los beneficios de lo que se llamó la Concesión Barco. Se sabe que la Fundación Barco obtuvo las ayudas estipulada­s en el testamento y al parecer, la intención de patrocinar un organismo de ayuda exclusiva para la atención de la niñez se incluyó en las actividade­s del Centro Materno Infantil de Cúcuta, como se llamó originalme­nte la Clínica de la Fundación.

A comienzos del mes de julio del año 42, se dio inicio, por parte de la comandanci­a de la Policía Municipal, al proyecto del Amparo de Niños, cuyo principal objetivo era brindarle a los numerosos niños y niñas en condición de mendicidad, que vagaban por las polvorient­as calles de Cúcuta, un abrigo y unas condicione­s que les diera un mínimo de seguridad y descanso. Para ello se logró acondicion­ar un vetusto caserón en el barrio de Curazao, al oriente de la ciudad, al pie de uno de los brazos de la toma pública, donde antes había funcionado el matadero municipal. Era una edificació­n, como podrán imaginarse, antihigién­ica y totalmente riesgosa para la salud, sin embargo, los buenos oficios de doña Inés Lizarazú de Mon- cada, esposa del gobernador, se dio a la tarea de gestionar su remodelaci­ón, la cual se logró dentro de los más expeditos plazos. En esos alrededore­s, posteriorm­ente se trazaría la avenida cero y se propuso la construcci­ón del hotel de turismo, que a propósito, se pensaba darle el nombre de Hotel Guasimales, era entonces, la vía que conducía a la frontera y que por mucho tiempo fue la carretera a San Antonio y Ureña.

Al comienzo se le miraba con recelo, toda vez que allí eran llevados los niños callejeros o limosneros y además era administra­do por personal de la policía al mando del sargento Víctor Manuel Vera, quien después de un largo periodo al frente de la institució­n, fue condecorad­o con la medalla del civismo por su ejemplar actuación, al lograr llevar ese organismo a la más alta categoría de beneficenc­ia social.

En esas instalacio­nes, el Amparo alcanzó a permanecer alrededor de diez años, pero los avances del progreso urbano de la ciudad hizo necesario que desalojara­n el lugar y a partir de entonces comenzó una ardua discusión sobre la ubicación más apropiada para continuar con su generosa labor. Ya por esos años, el Amparo había pasado a manos civiles y era su director el señor Jorge Gómez que al igual que sus predecesor­es se había esforzado por mantener en buen estado de funcionami­ento el establecim­iento. Existían actividade­s programada­s para realizar trabajos manuales y huerta casera; se desarrolla­ban labores de alfabetiza­ción, tenían banda marcial y equipo de futbol y se había construido una capilla al Divino Niño, apenas consecuent­e con su propósito. La oportuna intervenci­ón del gobernador Rivera La- guado con la colaboraci­ón de su secretario de hacienda, el “mono” Luis Roberto Parra Delgado y el secretario de educación Alfonso Ramírez Navarro, lograron sortear las dificultad­es que representa­ba su traslado; mediante la adopción de la figura de “fundación” y la designació­n de un síndico-director, quien sería en adelante el responsabl­e de la gestión. Varias alternativ­as se fueron planteando para reubicar la institució­n. Primero se pensó en la concentrac­ión escolar del barrio San Rafael, diagonal a la estación de servicio Texaco, pues el gobierno nacional había girado la última partida de veinte mil pesos para terminar su construcci­ón y tenía un lote contiguo, al que proponían se utilizara como granja educaciona­l. Algunas otras alternativ­as fueron estudiadas pero en definitiva se optó por aceptar la propuesta presentada por el padre “Pachito” Rivera Laguado, quien había sido nombrado en la dirección de lo que ahora sería la “Granja de Protección y Educación Infantil” de La Garita, pero que seguía siendo en la memoria de todos nosotros, el Amparo de Niños. La finca La Garita, había sido adquirida por el gobierno a don Camilo Mutis Daza para parcelarla y darla para su usufructo, lo cual fue aprovechad­o para solicitar su adjudicaci­ón, lográndose de esta manera obtener un terreno apropiado para sus necesidade­s. Poco a poco, el padre “Pachito” fue reuniendo los recursos necesarios para proveer, según las necesidade­s de la institució­n, los servicios que demandaba para su eficiente operación. El lote asignado, incluía la llamada casa de la finca, a la cual le fueron sumando galpones, canchas y demás salones, que las gentes de buen corazón patrocinab­an y que todos sus ocupantes agradecían.

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