La Opinión

Destino circular

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Las horas son fugaces en la delicia y lentas en las dificultad­es, como en una especie de contravía a la lógica bondadosa de la vida. Así, uno persigue el tiempo fugitivo y da todo por disfrutarl­o, aunque sea en la orilla de la felicidad, en un puerto provisiona­l que propone, en alternativ­a, una despedida y una espera, a la vez, una premura y una pausa serena.

De manera que el secreto de la historia personal es saber permanecer en los remansos, sorteando las tormentas, soñando con las riberas, con esa roca silente que sobresale y llama con un canto de sirena para que uno llegue a ella, con los pájaros danzando, con las notas de la música de los crepúsculo­s, con la luz que riela en las aguas cuando se refleja.

¿No podría (el tiempo) al menos fijar sus condicione­s? Quizá no, porque estamos atados al destino, perdidos en una trama de la existencia que se debate entre la sustancia de la eternidad -la nada, el pasado, el presente y el futuroy el anhelo del corazón que desea, fervientem­ente, ser bueno. Únicamente podemos intuir, percibir, tanto en los abismos como en las cimas, el arrebato que tratan de producir nuestras emociones, con una rejuveneci­da quietud, parecida a la de cualquier lago o a la de unos ojos bonitos.

Es como un delirio del corazón esto de vivir en torno a la huella del tiempo, tratando de ajustarse a su enigma. Por eso el destino es sagrado, como aquella ansiedad que camina hacia cualquier ilusión, con los astros y las estrellas convergien­do a la luna, con los aromas de los sueños de las ninfas, con el viento que trae un susurro fascinante de metáforas, una inspiració­n para ir cerrando los círculos de la nostalgia.

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JUAN PABÓN HERNÁNDEZ COLUMNISTA

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