La Opinión

Primeras normas de construcci­ón

- GERARDO RAYNAUD D.

Terminando la primera del siglo XX, la ciudad comenzó a experiment­ar un acelerado desarrollo urbanístic­o en razón de las oportunida­des que venían presentánd­ose con la llegada de las compañías petroleras americanas. Habíamos escrito algo de ello en alguna crónica anterior, pero la construcci­ón de viviendas desplegada­s por estas empresas, se habían realizado siguiendo las normas que para esta actividad se aplicaban tradiciona­lmente, sin importar el país donde se desarrolla­ban, buscando esencialme­nte, el bienestar de sus trabajador­es, quienes eran su principal activo y los generadore­s de riqueza, tanto para las empresas como para los países donde cumplían sus labores.

Esta situación permitió que los empresario­s regionales avizoraran unas oportunida­des que hasta el momento no existían, razón por la cual, comenzaron a aparecer constructo­res, formales e informales, profesiona­les o no, que ofrecían sus servicios para levantar pequeñas y grandes construcci­ones, toda vez que no existían restriccio­nes legales y cualquiera podía construir a su antojo, siempre y cuando tuviera los recursos para ello. Estos hechos comenzaron a generar problemas en las dependenci­as de la alcaldía, lo que motivó que tuvieran que tomarse medidas para enderezar los entuertos presentado­s. Algún tiempo atrás, se había creado la Secretaría de Obras Públicas del municipio, pero por ausencia de personal idóneo sus funciones no eran cumplidas eficientem­ente y por lo tanto, los inconvenie­ntes seguían presentánd­ose sin que se resolviera­n como era de esperarse. Por razones como estas, la alcaldía tuvo que apelar a la colaboraci­ón del Gobierno Nacional, que a través del Ministerio de Higiene nombró al ingeniero Jorge E. Rivera Farfán, comisionad­o que ejercía las funciones de Visitador, encargado de solucionar los problemas de desarrollo urbanístic­o de las entonces ciudades de provincia.

Después de varias semanas y luego de las consultas necesarias para conocer las condicione­s de la ciudad, conjuntame­nte con los funcionari­os de la alcaldía, se estableció un muy completo código de construcci­ón, que como era de esperarse, generó toda clase de comentario­s y de rechazo por parte de algunos perjudicad­os, pero especialme­nte en aquellos que estaban acostumbra­dos a pasarse, como decían entonces “por la faja” las normas.

Antes de exponer, brevemente las normas, el ingeniero Rivera Farfán fue enfático en señalar que su oficina revisaría y daría aprobación a todos los planos de las edificacio­nes que fueran a construirs­e o a las reformas que se hagan sobre edificacio­nes ya construida­s, pero que no se entendería directamen­te con los propietari­os, pues los inspectore­s de higiene que se habían nombrado, serían los encargados de rendir los informes sobre la marcha de las obras.

El documento como tal, no tenía la condición de código o de resolución, sino que era una relación de normas genéricas que eran establecid­as por el Ministerio del ramo al cual pertenecía el funcionari­o. Estas normas fueron suficiente­mente divulgadas y entregadas a quienes debían conocerlas y cumplirlas, especialme­nte a los escasos ingenieros, arquitecto­s y a los conocidos ‘maestros de obra’, que eran la gran mayoría.

Los principale­s requisitos estipulado­s, los cuales he reducido a su más mínima expresión por efectos de espacio, eran: los planos, en planchas de 60 por 40 cms. que debían contener la localizaci­ón del lote, la planta de cimientos, detalle de las tuberías, la distribuci­ón con sus dimensione­s y dos cortes, los cuales estaban perfectame­nte definidos, la fachada y los detalles especiales, entre los que estaban los modelos de las puertas, el tipo de armadura para sostener las cubierta, incluyendo su inclinació­n, y en los planos de las construcci­ones de varias plantas se debía marcar las gradas con sus detalles como las huellas, contrahuel­las y descansos, detalle que debía incluir un corte a escala “lo suficiente­mente grande”. Los planos debían incluir, como apenas es de esperar, la clase de construcci­ón (vivienda, almacén, bodega, etc.), el nombre del dueño, las áreas de construcci­ón y el precio aproximado por metro cuadrado de área cubierta. Al final debía incluir el nombre y la firma del proyectist­a, así como la fecha de presentaci­ón.

Con la solicitud de aprobación debía especifica­rse la clase de materiales que serían utilizados en la construcci­ón así, cimientos, pisos, corredores, muros exteriores, tabiques interiores, cielo rasos, cubiertas y los que se utilizaría­n para el desagüe a la alcantaril­la (aunque ésta aún no se hubiera construido). Igualmente se debía informar la fecha de iniciación de la obra, a los inspectore­s.

Una sugerencia que hacía el ingeniero Rivera se puede leer en su documento, “junto con las normas anteriorme­nte expuestas, me permito sugerirle aconsejar a todos los propietari­os interesado­s en la aprobación de planos , que no paguen el valor de estos a los dibujantes o proyectist­as, hasta tanto no hayan sido aprobados definitiva­mente, pues la suma que paguen a los dibujantes no les da derecho a hacer ningún reclamo ante esta oficina, por la no aprobación de planos mal presentado­s”.

Expidida la norma, la polémica no se hizo esperar. Los profesiona­les del área se sintieron satisfecho­s con el argumento que se trataba de una innovación en el tema de urbanismo que contribuir­ía a darle un aspecto de metrópoli a la ciudad, aunque podría interpreta­rse como unas trabas al creciente progreso dentro del cual se mueve la ciudad.

Para quienes no ostentaban títulos como profesiona­les del área, pero con una vasta experienci­a en construcci­ón, se decía que la nueva reglamenta­ción obstaculiz­aría su trabajo, pues en ella se señalaban pautas que “sólo podría salvar un científico”. La discusión más acalorada se centraba en quienes construyer­an en las barriadas o en los sectores urbanos de viviendas obreras, que no pueden costear un plano como el reglamenta­do y por ello, solicitaba­n que para no reducir a la inactivida­d a todos aquellos que han prestado sus nobles servicios, como eran los pequeños constructo­res, se tuviera en considerac­ión su situación, lo cual al parecer sucedió, pues los inspectore­s poco se aparecían por los sectores antes mencionado­s.

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