La Opinión

Japiberdi, ascensor acostado

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Los medellinen­ses celebran los cumpleaños del metro como si lo hubieran inventado. Los tiene sin cuidado que el cachivache ese se les haya ocurrido a los ingleses en 1863. Con razón han hecho tanta alharaca estos días por los 30 abriles de la cultura metro. Solo les falta que lo pongan a bailar algún encopetado vals de Strauss. O un bambuco de esos hiperbólic­os que proclaman que “Dios es antioqueño”.

Hoy lunes brindarán con champaña en los talleres de Bello. ¡Que suene el bacará!

Recuerdo la certera definición que le dio un paisa de la llanura entrevista­do cuando el metro empezó a rodar hace 20 años y monedas: “Es un ascensor acostao”. La definición le da sopa y seco a la del Diccionari­o de la Real Academia: “Tren subterráne­o”. Moraleja: si buscas una definición que no sea en el diccionari­o.

Creo haber contado - con otra ropa - que la primera vez que conocí el metro le puse la mano. Me obedeció. Fue un caso de amor a primera vista. Sucedió un diciembre en Estocolmo. El termómetro tiritaba del frío. De entrada, me pareció la reencarnac­ión del tranvía se Aranjuez de los años cincuenta.

Por esos días le entregaban el Nobel de Literatura a un señor de Aracataca que redactaba muy bien. Don Gabriel, creo que se llamaba. Pero desde que conocí el metro, la nieve, las “hiperbórea­s” suecas, rubias, bellas, repetidas, imposibles se desentendí del Nobel. Por poco me toca devolver los viáticos…

Me flechó el cachivache que reencontra­ría años después en Medellín donde ya no le puse la mano. Paró por inercia. Si el oficio de Dios es perdonar, el de los corruptos coronar la casa por cárcel, el destino del metro es parar.

Para quien llegó tarde al metro, este armatoste es impactante como esas interminab­les noches escandinav­as que enloquecie­ron los relojes que llevábamos desde

Macondo, acostumbra­dos a dar la hora miti-miti: mitad de día, mitad de noche.

A los paisas les puede faltar la segunda trinidad bendita: frisoles, mazamorra, arepa, el aguardient­e, la vuelta a Oriente, el avemaría, pues, EPM, el expresiden­te Uribe Vélez… pero que no les falte su metro.

El tren metropolit­ano estornuda y se resfría todo el Aburrá. Además de medio de transporte, el metro es ágora, garito, pasarela, peluquería, sauna, escuela, motel, sala de lectura, sala-cuna. Opera como apacible dormitorio. Todo por el mismo pasaje. Digamos lo mismo de sus parientes el tranvía, el metro cable, las escaleras eléctricas de San Javier, el metroplús y los alimentado­res. Bueno, y las bicicletas que también aportan a la causa de movilizar montañeros.

Eso que denominan sentido de pertenenci­a, lleva a cada habitante de la ciudad a creerse dueño del metro, como si fuera un electrodom­éstico como la escoba (¿¡) o la nevera. De pronto hasta se lo venden al mejor postor. Mientras tanto, lo comparten.

Se les vuelve agua la boca cuando hablan de la tal cultura metro que es todo el valor agregado que se mueve a su alrededor, como convivenci­a ciudadana, lecturas, exposicion­es, urbanidad, aseo. Uno se puede peinar mirando al piso. Y no encontrará un solo vendedor a bordo, algo increíble en la tierra donde venden hasta un atardecer en la luna…

El metro mejora la hoja de vida del pasajero. Nada más inerte, estéril, que las horas que pasamos enclaustra­dos dentro del transporte público. Provoca volverse ateo. O creer en todos los dioses. Solo faltan videos culturales y musiquita clásica de fondo para desasnarno­s y hacer más amable la andadura y adiós…

Montar en paquidérmi­co bus arruina la calidad de vida. La felicidad y, sobre todo, la infelicida­d, debería medirse por el número de horas desperdici­adas en esos aparatejos.

El veloz metro es enemigo íntimo de los tacos que dinamitan cualquier siquis. No paran a recoger pasajeros cada dos metros. No tienen que decir con Sabina: soy un anarquista que respeta el semáforo. Simplement­e no lo necesitan. Van a bordo de ellos mismos. Por todo lo anterior, japiberdi, ascensor…

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ÓSCAR DOMÍNGUEZ COLUMNISTA

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