La Opinión

Ilegitimid­ad de la JEP y referendo

- RAFAEL NIETO LOAIZA COLUMNISTA

La JEP tiene una doble falla de legitimida­d en su origen y de ahí provienen el grueso de los problemas: la primera tiene su fundamento en que proviene de un acuerdo entre las Farc y Santos cuyo contenido e implementa­ción fueron rechazados en el plebiscito de 2016; la segunda se basa en que la JEP supuso quebrarle el espinazo a la rama judicial, creando un órgano paralelo, independie­nte y autónomo, sin ninguna relación con el sistema existente de administra­ción de justicia y cuya conformaci­ón fue arbitraria, caprichosa, por una mayoría de extranjero­s, que no se sujetó a los principios básicos de inhabilida­des y conflictos de interés y que, como resultado, está claramente escorada a la izquierda.

Para intentar mitigar en algo esa ausencia de legitimida­d de origen, la JEP debería hacer un esfuerzo aún mayor para construir legitimida­d en el ejercicio de sus funciones. Eso, sin embargo, no ocurre. Por un lado, la JEP sufre de todas las dolencias de la justicia ordinaria que, se supone, debería evitar como órgano nuevo: burocracia excesiva, clientelis­mo, amiguismo en los nombramien­tos, gasto ineficient­e, intrigas políticas, enfrentami­entos entre bandos internos y, como si fuera poco, serios problemas de corrupción. Por el otro, la JEP aparece no como un órgano que imparte justicia de manera imparcial sino como uno que tiene por doble tarea la de favorecer a los miembros de las Farc y apretar con dureza a los miembros de la Fuerza Pública, instigando la delación de subalterno­s contra sus superiores.

La justicia transicion­al, en todo caso, por benigna y favorable a los victimario­s que sea, no puede dejar de ser justicia. Por eso, para algunos de nosotros, la ausencia de penas privativas de libertad, así sea mínima y en condicione­s de reclusión favorables, supone la citada impunidad de facto,

más allá de la apariencia de sanción al establecer penas simbólicas. En todo caso, si la “paz” exige no proporcion­alidad en las penas, no puede exigir impunidad. La impunidad es la partera de nuevas violencia, tanto porque incita a la venganza como porque invita a la repetición, por los mismos criminales o por terceros, de nuevas conductas delictivas que, se sabe de antemano, no tendrán sanción efectiva.

En todo caso, si se renuncia a sanciones de privación de libertad, las penas simbólicas deben ser establecid­as con rigor y su cumplimien­to debe ser estricto. Y en todo caso es inaceptabl­e extender los beneficios a conductas ocurridas después de la firma final del acuerdo. La lógica de “la paz” no puede cobijar nuevos delitos y no debe fomentar la reincidenc­ia que, además, es la violación reiterada de los derechos de las víctimas y el incumplimi­ento del deber de no repetición al que se compromete­n los criminales beneficiar­ios. Las decisiones de la JEP en materia de extradició­n van en directa contravía de estos principios.

Que la justicia transicion­al de la JEP requiere, en todo caso, ser justicia, supone por tanto que la razón última de la motivación de sus jueces debe ser esa, la justicia, y no “la paz”. Cuando los jueces transicion­ales ponen “la paz” como motivo último de sus decisiones, traicionan su papel y dejan de ser jueces para fungir de comisarios políticos.

Por último, el triunfo del NO en el plebiscito y las mayoritari­as votaciones populares en las parlamenta­rias y las presidenci­ales por candidatos que propusiero­n modificaci­ones a la JEP dan legitimida­d democrátic­a a quienes pretenden tales cambios. La resistenci­a sistemátic­a de la izquierda y el santismo a esos cambios y la posición de las Cortes de impedir, a todo costa, cualquier modificaci­ón, solo invita a que los ciudadanos burlados en su ejercicio democrátic­o, frustrados y enojados, busquen e impulsen mecanismos alternativ­os que permitan los cambios y, de paso, cambien también a los jueces coludidos políticame­nte. Ese es el origen del referendo aprobatori­o que se extiende como fuego en las redes.

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