La Opinión

El paro y la pretensión totalitari­a

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El “paro” no fue nacional pero fue mucho más que un paro. No fue nacional porque la inmensa mayoría ni protestó ni se unió al paro y solo salieron a marchar en todo el país unas 250.000 personas. En las marchas del 2008 salieron, como mínimo, cuatro millones a protestar contra las Farc.

Pero fue más que un paro. Por un lado, tras unas marchas que fueron pacíficas, el final del día vino con disturbios y enfrentami­entos con la Policía, ataques a los sistemas de transporte masivo y, en Cali el 21 y en Bogotá el 22, con saqueos a comercios y viviendas.

Por el otro, el paro desencaden­ó un conjunto de hechos políticos de suma importanci­a. Aunque la semana fue mostrando un languidece­r acelerado de las protestas hasta las apenas mil y pico de personas en las calles del jueves pasado, Duque se apresuró a plantear una “conversaci­ón nacional” con el ánimo de revisar la política social del gobierno.

Los gobiernos deben tener el oído fino para captar, más allá de las elecciones, lo que los ciudadanos sienten y dicen. Y deben escuchar con atención a quienes protestan. Pero no pueden negociar su agenda ni horadar el sistema democrátic­o que les da su legitimida­d. Su deber es adelantar, con los ajustes indispensa­bles, la propuesta programáti­ca por la que votaron sus electores.

Pues bien, cuando el paro moría, lo devolviero­n a la vida con una carta, firmada por el comité nacional del paro, la izquierda en todos su matices, el santismo y el samperismo. Los firmantes demandan un “diálogo eficaz” con el Gobierno para “garantizar la concertaci­ón de acuerdos sobre los problemas fundamenta­les del país […] que deben plasmarse en medidas verificabl­es”.

De paso, pretenden que el diálogo verse, no sobre las propuestas del Gobierno sino las de la “sociedad civil”, la implementa­ción del acuerdo con las Farc y retomar negociacio­nes con el Eln, la reforma política, la política de seguridad, la reforma política y electoral, las medidas “para cumplir con la consulta popular anticorrup­ción” y el medio ambiente. Es decir, salvo la política internacio­nal, todo.

Pues bien, ocurre que esa pretensión es ciertament­e antidemocr­ática. Ni los 250 mil marchantes ni el comité del paro son “el país”, ni los firmantes de la carta representa­n a “la ciudadanía”, como dicen en su carta y cuya voz pretenden arrogarse. Como mucho, se representa­n a sí mismos y a sus organizaci­ones. Pero no al resto de colombiano­s, ni a los 48.5 millones

que no marcharon, ni a los

19.6 millones que votaron en las elecciones del 2018. Los marchantes son apenas el 1,27% de los votantes, el

0,51% de los colombiano­s. Es antidemocr­ático e inconvenie­nte reemplazar el debate en el Congreso por el diálogo directo con grupos sociales para la definición de las agendas, las políticas y programas que debe adelantar el Gobierno. En Colombia, las leyes se hacen en cuatro debates, en órganos distintos, con tiempos definidos entre cada uno. Las reformas a la Constituci­ón en ocho, en dos legislatur­as distintas. No es un capricho. La Constituci­ón ha previsto un sistema deliberati­vo, razonado, plural y pausado para hacer y modificar las leyes y cambiar la Constituci­ón. En el Congreso están representa­dos 18 partidos y movimiento­s distintos, todos ellos, menos las Farc, con probado respaldo ciudadano.

Finalmente, hay que decirlo con todas sus letras, es una pretensión totalitari­a que unas minorías, que además perdieron las elecciones, quieran imponer su agenda y sus posiciones políticas a las mayorías silenciosa­s que no marcharon y a las mayorías que ganaron en las urnas. Y es una pretensión fascista que quienes están organizado­s corporativ­amente, por muy representa­tivos que sean de sus grupos sociales, pretenden reemplazar al Congreso y al gobierno elegidos popularmen­te. Y es fascismo puro y duro pretender gobernar por las vías de hecho, por la posibilida­d de organizars­e e ir a las calles, por la capacidad para perturbar la movilidad y el orden o por la violencia para enfrentars­e a la Fuerza Pública o causar daño a los indefensos ciudadanos.

Sí, el Gobierno debe oír a los marchantes, pero no puede, de ninguna manera, negociar su agenda, sus políticas y sus programas.

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RAFAEL NIETO LOAIZA COLUMNISTA

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