La Opinión

Los cien años de Abigaíl

- Gusgomar@hotmail.com

-Pongámosla Presentaci­ón, como yo –dijo la mamá, aquel 24 de febrero de 1920, cuando nació la muchachita, blanca, llorona y con señales de ser bonita.

-No señora –dijo don Eliseo, el papá. -Se va a llamar como se llama mi mamá. Yo se los prometí, que si tenía güevitas se llamaría como mi viejo, y si no, como la vieja. Y así se hará.

-Pues cómo le parece que los hijos son de las mamás, que somos los que los parimos. Se llamará como yo digo: Presentaci­ón.

Y se formó la trifulca. El papá gritaba. La niña lloraba. Y la mamá cantaletea­ba. Entonces intervino la comadrona con el cordón umbilical en la mano, como dispuesta a darles fuete:

-El padre dice en la iglesia que el nombre de los recién nacidos debe ser el del santo del día. Busquemos qué santo es hoy.

Ante la autoridad del cura nadie reviraba en ese tiempo. Él era el representa­nte de Dios en Gramalote, y había que obedecerle. El hombre ensilló la yegua barcina y se fue desde su finca, El Rosario, hasta el pueblo, en busca del dentista, que todo lo sabía, para que le dijera cuál era el santo del 24 de febrero, para así ponerle el nombre a la niña.

El muelólogo acabó de sacar una cordal y se fue a la cocina en una de cuyas paredes estaba clavado el almanaque de La Cabaña. “22 de febrero, Santa Abigaíl, virgen y mártir”, dijo el dentista.

Don Eliseo regresó a su finca. Llegó repitiendo el nombre para no olvidarlo. Así, la niña, bonita pero berrietas, tuvo nombre aquel día: Abigaíl Yáñez Yáñez. Yáñez por punta y punta, sin que tuvieran ningún parentesco padre y madre.

Abigaíl creció, se hizo joven agraciada, se hizo mujer, contrajo matrimonio y tuvo un hijo, sólo un hijo, pero como al que Dios no le da hijos, el diablo le da sobrinos, le dio muchos sobrinos, de sus trece hermanos y muchos cuñados y muchos sobrinos-nietos y mucha familia.

Precisamen­te el sábado pasado se reunió todo ese costalado de gente, que de alguna manera están vinculados con la abuela, para celebrarle sus 100 años, que no sabe ella cómo se pasaron tan rápido.

Le cantaron el cumpleaños feliz, asistió a la misa que le celebró otro cura de la familia, comió torta, tomó vino, se pegó su buen sancocho y contó muchas de sus anécdotas. Les dijo, por ejemplo, que en una de las fincas de

su padre, empezaron a salir espantos, después de que él murió. Le dijeron que era algún entierro de morrocotas que el papá había dejado y ella se dio a la tarea de remover la tierra de su finca, palmo por palmo, hasta que lo encontró. En efecto, el feliz hallazgo fue de morrocotas de oro. No tantas como decía la gente, pero sí las suficiente­s como para pagar deudas, pagar jornales atrasados , pagar los diezmos y primicias, y hacerles algunas mejoras a las propiedade­s.

(A uno de sus sobrinos de segunda generación le agarró la fiebre de las morrocotas, pero sólo ha conseguido monedas viejas, que lustra y colecciona apasionada­mente, y sobre las que da conferenci­as en la Academia de Historia de Norte de Santander, de la cual es miembro de importanci­a).

Doña Abigaíl vive su vida encantada de la pelota. Se levanta temprano, apoyada en un bastón, riega matas y se prepara su propio desayuno. Prefiere bandearse sola, porque todavía se siente joven y con ganas de seguir viviendo. Es creyente hasta los tuétanos, reza tres rosarios al día, pero tuvo que dejar las novenas porque la vista le empezó a fallar. La abuela es caprichosa. Cuando la reciente tragedia de Gramalote, ella no quiso trastearse para el nuevo pueblo. Se refugió en su finca Pesebreras, a la entrada del pueblo viejo, que no se desmoronó, y donó un pedazo de tierra para construir allí una capilla al Señor de los Milagros, el que se venera en Buga.

Abigaíl Yáñez Yáñez es toda una matrona reconocida en Gramalote y regiones vecinas. Su nombre forma parte de la historia del pueblo y es un orgullo para su numerosa familia, que se reunió a la celebració­n de su primer siglo. Al despedir a su gente, les dijo muy cordial:

-Gracias por venir y que Dios los bendiga. Los espero dentro de cien años, pero lleguen tempranito porque se les enfría el sancocho.

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GUSTAVO GÓMEZ ARDILA COLUMNISTA

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