La Opinión

Elogio del tapabocas

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Recuerdo ahora en esta pandemia del universo a mi prima María del Carmen, quien, avergonzad­a de su nombre campesino, se identifica­ba como Carmenza. Un día la invité a unas onces de chicharrón de cerdo, con yuca y guarapo, al estilo mercedeño, pero en la ciudad. Conozco varios metederos de esos donde sirven comida pueblerina, y allá nos fuimos. Estábamos en lo mejor de las onces cuando se le partió un diente, a causa del chicharrón, sabroso y crocante, al que le metió la muela.

Mi prima es una destacada profesiona­l y trabajaba cuando eso en una oficina de la Gobernació­n. Al sentirse desmueleta­da corrió al baño y lo que vio en el espejo la sumió en una crisis de nervios y de llanto. En efecto, la falta del diente, se le notaba mucho y la hacía ver vieja, desmirriad­a, descuidada, algo impropio para una jefa de sección gubernamen­tal. ¿Y ahora qué hago? era la pregunta que en medio de las lágrimas y con los labios chorreados de la grasa del chicharrón, se hacía Carmenza.

Yo en cierta forma me sentía culpable porque mía había sido la idea del chicharron­azo, de manera que le facilité mi pañuelo blanco, que siempre llevo en el bolsillo derecho trasero del pantalón, para que se cubriera la boca mientras llegábamos donde el odontólogo.

Mi prima, vanidosa como muchas mujeres y como casi todos los hombres, no quería que le vieran el hueco en su dentadura. Y todo por culpa de un chicharrón.

Digo que he recordado ese incidente, porque pienso que si hubiera estado de moda el tapabocas, como esta ahora, mi prima no hubiera tenido necesidad de usar mi pañuelo y de quedarse con él, porque el tapabocas le hubiera cubierto la dentadura mueca. Tengo entendido que María del Carmen debió usar mi pañuelo varios días pues el odontólogo demoró una semana en acondicion­arle un nuevo diente.

He visto videos, ahora, donde los desdentado­s usan con inmenso placer su tapabocas, no tanto para librarse del posible contagio del virus sino para tapar sus falencias de la dentadura. Para ellos, ojalá la orden del tapabocas fuera permanente.

Los boquinetos, a quienes les falta un pedazo de labio, también en estos tiempos andan muy orondos con tapabocas, sin necesidad de agachar la cara o voltearla hacia otro lado para ocultar ese labio al que llaman leporino o hendido. Lo que el tapabocas no puede hacer, lógicament­e, es arreglarle­s el hablado por la nariz que los caracteriz­a.

A los atracadore­s, para mal nuestro y bien de ellos, el tapabocas les cubre medio rostro y con eso aparenteme­nte quedan inidentifi­cables ante la cámara y ante los atracados.

Los deudores morosos llevan tres meses largos pasándoles por el frente a sus acreedores, con la seguridad de que no los reconocen, de manera que las deudas les están dando un respirito.

Finalmente, hay que reconocer que muchas costureras han encontrado su modo de subsistir, ahora cuando nadie manda a hacer pantalones ni a pegar botones ni a arreglar cremallera­s. SE ganan la vida haciendo tapabocas de tela común, que tal vez no impidan la entrada del bicho, pero que resultan una manera económica de obedecer el mandato presidenci­al.

En cambio se quejan los que lucen barba elegante, conquistad­ora dicen, porque en este tiempo las admiradora­s de las barbas no les pueden ver sus pelambres y chiveras atractivas.

Sea lo que sea, los tapabocas han marcado una etapa en la historia del mundo entero. Dentro de cincuenta años los maestros estarán enseñando sobre la generación del tapabocas, como ahora hablamos de la generación del terremoto. Y tal vez cuenten las verdades de ese trapito que se sostiene de las orejas y que por lo menos sirve para disimular el mal aliento.

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GUSTAVO GÓMEZ ARDILA gusgomar@hotmail.com COLUMNISTA

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