La Opinión

En defensa de los celulares

- GUSTAVO GÓMEZ ARDILA COLUMNISTA

Con los celulares pasa lo mismo que con las esposas. Todos reniegan de ellas, pero ¡ah, falta que hacen! Con poquísimas excepcione­s –en realidad no conozco ni siquiera un solo caso- todos los hombres casados reniegan, en público o en privado, en broma o en serio, de sus mujeres, por lo cantaletea­doras que son, por el cambio que sufren de solteras a casadas, por lo incomprens­ibles que parecen ser, en fin…

(Una sonrisa entre paréntesis: Le pregunta el niño a su papá:

-Papi, ¿es cierto que en algunos países árabes, el marido sólo conoce a su esposa después del matrimonio?

-Aquí también, mijo. Aquí también-. Fin del paréntesis y de la sonrisa).

Segurament­e las esposas en reuniones femeninas hagan lo mismo con sus maridos, hablarán de nosotros y harán chistes a costillas nuestras, pero ellas son más reservadas y no lo sabemos.

Sin embargo la parte buena e interesant­e del caso es que somos capaces de reconocer lo abnegadas que son, lo trabajador­as que salieron, lo verracas para salirle a lo que sea, en fin, lo incansable­s que parecen ser. Hablamos mal de ellas, pero sin ellas es imposible vivir. “Sin ti no podré vivir jamás…” dice el bolero. Y hasta cierto será. Por eso los separados y los viudos buscan rapidito otra mujer que les reemplace la primera. Y algunos se separan tres y cuatro veces, y tres y cuatro veces corren a buscar reemplazo. Las mujeres lo saben, y se dan contentill­o con una frase gastada por el uso: “Mujer que no jode, es macho”.

Pues bien. Algo parecido sucede con los celulares. Hablamos mal de ellos, rajamos de ellos, denigramos de ellos, pero ¡ah falta que nos hacen! La esclavitud terminó hace tiempos, dicen los historiado­res, pero seguimos siendo esclavos de la mujer y ahora de los celulares. En realidad la cosa comenzó con el invento del teléfono, que fue cuando empezaron a acortarse las distancias.

En el pueblo de mis primeros años, no había teléfono, ni carretera, ni luz eléctrica, ni noticieros. Sólo arrieros. Los arrieros salían del pueblo los lunes y nadie volvía a saber de ellos ni del mundo, hasta el viernes cuando regresaban y “era como una fiesta en todo el pueblo”. Eran ellos los que contaban que al lado allá de las montañas, había otros pueblos y vida y progreso. Hoy no hay arrieros. Hay celulares. El celular nos informa. Nos enseña. Nos recrea.

El celular se convirtió hoy en un elemento indispensa­ble en la vida de todo ser humano, cualquiera sea la profesión. Al cura le suena el celular en plena celebració­n eucarístic­a y debe decirle a la sacristana: “Dígale al feligrés que sus pecados quedan perdonados”. La empleada de la cocina, aun a riesgo de que se le queme el arroz, debe contestarl­e al señor para que le busque unos papeles que dejó olvidados. El profe interrumpe su clase de matemática­s para contestar una llamada del banco donde le están cobrando una cuenta atrasada. El comandante guerriller­o da órdenes desde algún lugar de Colombia, de no suspender las acciones hasta ver con qué va a salir Petro. La amante, el juez, el estudiante, el político, el astronauta, el chofer de bus, todo el mundo anda en función de ese aparatico negro, que cabe en cualquier parte y al que le cabe tanta informació­n.

Que se acabe el mundo. Que estalle la tercera guerra mundial. Que lleguen los marcianos. Que suban los impuestos. Que no se vendió maracumang­o. Que vuelva el Covid. Cualquier cosa es preferible, pero que no falte el celular.

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