La Opinión

Crónica de un sacerdote

- EDGAR EDUARDO CORTES PRIETO

Algo parecido como está escrito en el primer capítulo del libro la Mala Hora de García Márquez, en la iglesia de Macondo el padre Ángel se preparaba para tocar la campana por aquellos días calurosos y de mucha lluvia, cuando un mosco lo puso de mal genio: se le paró en la nuca y el sacerdote logró vengarse pronto porque lo mató con la mano y se limpió con una sotana, y allí muy cerca de la iglesia, otra persona muy conocida en el pueblo igualmente empezaba su día, no propiament­e para ir a rezar y confesarse con el padre Ángel, todo lo contrario; César Montero preparaba su escopeta con la que iría a vengar su honor e iría a matar al amante de su mujer, como lo aseguraba todo el pueblo. La verdad era que la gente de Macondo estaba equivocada, la mujer no tenía amante alguno, tan solo consentía a un mico que frecuentab­a la casa y se escuchaban ruidos en la habitación y la gente creía que era el amante, y por ello César Montero cometió el crimen.

Algunas de las cosas que pasan en Cúcuta, también ocurrían en Macondo. Por estos días en alguna calle de Cúcuta, lluviosa, calor sofocante, con moscos y muertes me encontré en cualquier calle con un sacerdote de la ciudad, un hombre transparen­te y valeroso como el padre Ángel. El padre que encontré en Cúcuta fue sacerdote por varios años en el Catatumbo, que por sí mismo, con todo lo que sucede allá, ejercer el sacerdocio es un acto de valentía en la vida, y más en un municipio como la Gabarra en donde suceden muchas cosas que eran inimaginab­les en Macondo. Así, algún día al sacerdote le llegan unas personas a la iglesia y le piden un favor especial, celebrar una misa al jefe. El padre, un hombre de origen campesino y decente en algún momento llegó a pensar que se trataba del dueño de una finca, apenas normal y por ello aceptó sin formular mayores interroen gantes. Solo que cuando fueron a recogerlo en un vehículo el sacerdote percibió que no se trataba de un dueño de una finca como lo pensaba, un trabajador segurament­e acompañado de una mujer e hijos que le ayudaban en sus labores de campo. No, no se trataba de un jefe cualquiera.

La verdad era que en el Catatumbo de aquellos días - esta es una crónica de hace unos veinte años aproximada­mente- ocurrían hechos que eran inimaginab­les en la Macondo de aquella época, es decir, en la de hace más de 100 años, en esa Macondo que es probable que aún exista. Así, al valeroso padre lo llevan por una y otra vereda, por aquellos caminos que nunca imaginan ni siquiera un alcalde o gobernante, caminos tortuosos en los que su destino final se vuelve una permanente angustia e incertidum­bre no solo por la precarieda­d de la carretera, sino por saber quien es el verdadero jefe. En ese largo recorrido en algún momento se llega a pensar que en realidad no se trataba de llevar el mensaje de Dios a un jefe que habitaba en un lugar extraño e inhóspito.

Y finalmente llegaron a donde el jefe, que rodeado de un grupo muchos de ellos armados, fueron amables con el mensajero de la palabra de Dios. La celebració­n de la misa era para el jefe y un grupo de las autodefens­as del Catatumbo de aquellos años. El sacerdote no sabía para quien era la misa. Segurament­e una vez repuesto de la sorpresa empieza su eucaristía y en su sermón y mensaje les dice que matar y la fuerza brutal no era el camino. En algún momento se arrodillar­on, probableme­nte pidiendo perdón a Dios. Al final de la eucaristía le preguntaro­n al sacerdote que cuanto le debían. Nada les dijo ese valiente párroco que hoy en día celebra misas en alguna parroquia de Cúcuta. Personas como él necesita Colombia, igual que el padre Ángel.

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