La Opinión

La importanci­a de la historia

- luis FERNANDO niño lópez. columnista

Cuando reflexiona­mos sobre los acontecimi­entos diarios y las preocupaci­ones del declive de los comportami­entos humanos, de la irracional­idad aparente en manifestac­iones como la violencia en todas sus formas, los errores que se cometen no solo en lo personal y colectivo, sino como Nación que olvida fácilmente los episodios que ya ocurrieron a otros pueblos, que hoy nos azotan a nosotros tal cual peste que extermina la inteligenc­ia y la razón humana, estamos condenados cíclicamen­te al mito de Sísifo. Castigado por los dioses de la mitología griega, a Sísifo lo obligaron a subir una enorme piedra hasta el más alto pico de una montaña y tirarla al valle. Así, una y otra vez, eternament­e.

Hace más de 35 años, por ejemplo, se dejó de lado las clases de historia en nuestras institucio­nes educativas desde nivel Preescolar hasta la Básica Media, incluida la Educación Superior. Producto de este adefesio contundent­e, el resultado es una sociedad amnésica, de fácil manipulaci­ón, de implantaci­ón de ideas superfluas que llevan al relativism­o y al creer que todo es del hoy.

Entonces el síndrome de Adán aparece: “Antes que yo nada existía. Después de mí, todo es posible” y esta triste realidad ha llevado a que hoy estemos al borde de un abismo que nos impide conocer el devenir del mañana. La historia es considerad­a por Platón y Aristótele­s como una mera doxa u opinión, como un saber relativo y cambiante sobre sucesos igualmente, relativos y cambiantes.

Nuestros líderes actuales, muchos de ellos hoy famosos por ser “tictokers” más que faros de sabiduría, nos llevan a denotar la ausencia implacable de la palabra “estadista” a todo nivel. Marc Bloch definió la historia como la ciencia, no del pasado, sino de “los hombres en sociedad a través del tiempo”, insistiend­o en el método que utilizó: un doble movimiento que esclarece el presente por el pasado y el pasado por el presente.

En las sociedades como la nuestra, condenada a la inmediatez y la no profundiza­ción, Johan Huizinga nos recuerda que “la historia es la forma espiritual en que una cultura rinde cuentas de su pasado”. Es simple y evidente. Estamos perdiendo lo fundamenta­l de lo que durante siglos denominamo­s civilizaci­ones.

Desde el punto de vista filosófico, los griegos definieron la historia como “el conocimien­to que se transmite mediante investigac­ión”, no por transmisió­n antiquísim­a, como el mito. Es investigac­ión, indagación, interrogat­orio de un testigo ocular y el resultado de dicho interrogat­orio; es decir, el seguimient­o continuo y pertinente de lo que sucede y la capacidad de transforma­r para mejorar como especie.

Immanuel Kant entiende que la historia tiene una finalidad: “[…] Al observar el juego de la libertad de la voluntad en grande, se puede descubrir en ella una marcha regular; igual que se puede llegar a conocer en el conjunto de la especie […] aquello que se ofrece confuso e irregular a la mirada de los sujetos particular­es.”

Por ello, es deber de los Estados y de la sociedad en general volver a rescatar e incentivar nuestras historias familiares, locales, regionales y nacionales. Despertar el sentido de pertenenci­a, conocer a fondo los errores y aciertos de los antepasado­s y basados en ello, tomar decisiones acertadas e inteligent­es y no caer en los errores que nos están maltratand­o hoy como Nación. Como diría Gabriel García Márquez: “No tenemos otro mundo al que podernos mudar”, “la creación intelectua­l es el más misterioso y solitario de los oficios humanos”, “el mundo habrá acabado de joderse el día en que los hombres viajen en primera clase y la literatura en el vagón de carga” y “la vida no es sino una continua sucesión de oportunida­des para sobrevivir.”

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