La Opinión

Reciclaje de la violencia

- RAFAEL NIETO LOAIZA COLUMNISTA

Anhelo la paz con todo mi corazón. Pero a estas alturas, tras tres décadas y media de diálogo con los grupos armados ilegales, no estoy de acuerdo con las negociacio­nes con los violentos y estoy convencido de que no conducen a la paz. En una sociedad democrátic­a y civilizada, lo que correspond­e, lo justo, es aplicar el estado de derecho y el imperio de la ley a quienes la violan.

Se ha venido haciendo lo contrario: renunciar al estado de derecho, claudicar en la aplicación del imperio de la ley, arrodillar­se frente a los violentos, garantizar la impunidad. Peor, se decidió romper el principio de igualdad frente a la ley para tratar mejor al criminal que al inocente. Los violentos no solo tienen impunidad sino que acceden a beneficios económicos y políticos que el ciudadano de bien jamás tendrá.

En nuestro país el crimen paga. En especial para aquellos que hacen parte de organizaci­ones delincuenc­iales, para los que matan mucho. Un terrorista, que asesina a sangre fría a civiles inermes, tiene garantizad­a su impunidad. Los peores, los criminales de guerra y de lesa humanidad, son premiados.

Dos argumentos se esgrimen contra mi posición. Uno, que la negociació­n tiene precisamen­te por fin que cese la violencia. Es contra fáctico. Los hechos muestran que las negociacio­nes no han traído el fin del conflicto ni el cese de la violencia. Ninguna de las desmoviliz­aciones y pactos firmados con los violentos trajo “la paz”. Hoy el conflicto armado sigue vivo. Tampoco han disminuido los homicidios. El año pasado hubo más asesinatos que en el 2016. La tasa de homicidios fue de 24,4 homicidios por cien mil habitantes. En el 2021, 26,8.

También se sostiene que el diálogo es el único camino porque el uso legítimo de la fuerza no consiguió poner fin al conflicto. Son muchos los conflictos armados internos que se han saldado con el triunfo de una de las partes, desde la Guerra de Secesión hasta la derrota de Sendero Luminoso en Perú. De hecho, en Colombia se derrotó estratégic­amente a las Farc.

Además el argumento es antiético: primero, que se sigan produciend­o asesinatos no significa que se deba renunciar a perseguir a los asesinos ni, mucho menos, que haya que premiarlos. Una conducta mala repetida muchas veces no pierde su carácter perverso ni debe renunciars­e a su castigo. Segundo, los ciudadanos de bien no deben arrodillar­se frente a los asesinos para rogarles que dejen de matar. Hay que fortalecer la Fuerza Pública para que no puedan seguir asesinando. La impunidad, por el contrario, no es solo antipedagó­gica sino que estimula nuevas violencias.

Se negocia con los asesinos por la cruda y cruel razón de que tienen el poder de matar. La amenaza de nuevos homicidios late bajo la superficie esos diálogos. Además los asesinos no tienen apoyo social. En las elecciones, las Farc apenas obtuvieron 51 mil votos. Su única fuerza es la de los fusiles.

Para rematar, los diálogos y las negociacio­nes solo han traído un reciclaje de los grupos armados ilegales y de los liderazgos dentro de esos grupos. Si algún grupo se desmoviliz­a, es reemplazad­o por otro. Y desde las negociacio­nes con la Corriente de Renovación Socialista, todas las desmoviliz­aciones han sido parciales. Siempre se han quedado por fuera una parte de los grupos violentos.

Finalmente, el reciclaje de la violencia tiene una explicació­n: hoy todos los grupos violentos, sin excepción, son mafiosos. Están ligados al narcotráfi­co. La única manera de poner fin al conflicto y a la violencia no es la de los diálogos claudicant­es sino el de la derrota del narcotráfi­co. Es devastador que esa lucha, vital, tampoco quiera darse.

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