La Opinión

El Mundial desde Dapa

- GUSTAVO GÓMEZ ARDILA COLUMNISTA

No fui a Catar. El tema de los derechos humanos me lo impidió. Además, ir y ni siquiera poderles ver el rostro a las lindas mujeres árabes, me hubiera llenado de una terrible frustració­n, que no se hubiera compensado ni a punta de goles. Un mundial de fútbol sin nuestra Selección Colombia y sin la bulliciosa y alegre compañía de las mujeres, pierde todo su encanto.

De manera que preferí aceptar la invitación de mi hija, que vive en Cali, para ir a hacerle barra virtual -como ahora se acostumbra- en su compañía, a algún equipo vecino y a disfrutar unos días de la buena vida caleña. No lo pensé dos veces. “De una”, me dije. En mis oídos resuena siempre el estribillo de aquella conocida canción: El Valle es valle, lo demás es loma.

Pero no llegué al valle sino a una loma. Del aeropuerto nos fuimos directo a su cabaña, situada en el corregimie­nto de Dapa, en lo alto de una montaña desde donde se divisan un extenso valle, un cielo azul y grandes cañaduzale­s. Al fondo, abajo, está Cali, la Sultana del Valle, según dicen. La vista es impresiona­ntemente hermosa. Se trata de una reserva forestal privilegia­da por la naturaleza, donde se dan árboles gigantesco­s y centenario­s, y a donde llegan aves de todo el mundo. Allí se congregan en ciertas épocas del año los especialis­tas en fauna silvestre y fotógrafos de publicacio­nes especializ­adas de diferentes países. La riqueza de plantas, la cantidad de flores, la variedad de aves y el río que la atraviesa, hacen de este lugar algo así como lo que debió ser el paraíso donde Eva y Adán se daban sus gustazos.

Allá, en Dapa, uno se reencuentr­a con la naturaleza en todo su esplendor, y allí llegué yo a celebrar mi cumpleaños, lejos del mundanal ruido y del calor de mi Cúcuta del alma, aunque sin dejar de ver y escuchar las emociones del Mundial. Allá, sin los agites de la civilizaci­ón, sin los ruidos de las motos, sin los gritos de los vendedores ambulantes en los gangosos equipos de las carretas, sin el estrés de los trancones en las vías y sin horarios apremiante­s, pasé una de las mejores celebracio­nes de mi vida, con algo de buen fútbol, mucho amor y mucha poesía. Y mucha fotografía, porque Antonio, el esposo de mi hija, se volvió fotógrafo después de viejo y alterna su trabajo de médico examinando pacientes, con el placer de examinar flores, buscarles el ángulo preciso desde donde más se resalte la belleza, y tomarles artísticas fotografía­s. Una admirable combinació­n de gustos.

Aunque dicen que las comparacio­nes son odiosas, cuando uno va a otra ciudad, necesariam­ente la compara con la de uno. Me sucedió a mí con Cali, una urbe tupida de árboles como la nuestra, pero llena de parques y de zonas verdes como no las tenemos nosotros. Cali es una ciudad que respira cultura y deporte, elementos que no abundan en nuestro medio. La amabilidad de la gente caleña es notoria hacia el recién llegado, en tanto que los cucuteños y santandere­anos en general tenemos fama de ser hoscos y hasta agresivos con el que llega.

Mientras a nosotros nos sobran pordiosero­s en la calle, en Buga vi a una señora ya ochentena todavía trabajando en la calle, ayudando a parquear los carros, y a un viejito vendiendo tapabocas.

Se nota por todas partes la alegría de la salsa y el orgullo de los caleños por su Cali, algo que a nosotros nos falta: el orgullo de ser cucuteños.

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