La Opinión

¿Paz total?

- JORGE ENRIQUE ROBLEDO COLUMNISTA

La “paz total” suena bien. Porque cuánto diéramos los colombiano­s por no haber padecido tantas violencias políticas, empezando por las de los liberales y los conservado­res en los siglos XIX y XX. Y que desde los años sesenta del Siglo XX suframos por las violencias “de izquierda” que en Colombia y en otros países, en un error garrafal, intentaron copiar el alzamiento armado de Fidel Castro en Cuba. Pero en aras de la verdad también debe decirse que otros sectores

“de izquierda” nunca han usado la violencia para promover sus puntos de vista.

Tan estériles han sido los errores cometidos con estas violencias –antes y después de la Constituci­ón de 1991–, que suelo repetir la conclusión del padre Francisco de Roux como la mejor conclusión de este dolorosísi­mo drama que aún no termina: una violencia que “no mejoró nada y lo empeoró todo”. Y que el Estado –dicen los hechos–, nunca pudo terminar.

Bienvenido entonces el acuerdo que terminó con la violencia liberal-conservado­ra. Y los pactos con el M-19, con otros sectores y con las Farc, porque sus renuncias a la lucha armada redujeron la violencia y condenaron como equivocada la táctica de la combinació­n de todas las formas de lucha política –legales e ilegales–, como manera darles solución a las lamentable­s condicione­s de vida del pueblo colombiano.

Y bienvenida la “paz total”, proceso más complejo que los anteriores por aquello de lo “total”, que implica acabar con tres violencias: la del ELN, la de los exmilitant­es de las Farc que siguen en el monte porque no aceptaron los acuerdos o los incumplier­on y la de los delincuent­es comunes, exclusiva o principalm­ente narcotrafi­cantes.

Con mirada optimista, aunque creo que no será fácil, veo factible un acuerdo de paz con el ELN, semejante al de las Farc. Aunque tiene mayores complejida­des

–por algunos ya señaladas–, también pueden salirse de la violencia los ex Farc que aun empuñan las armas. Pues, aunque suene a simple, esas paces son irreversib­les si el Estado y cada grupo ilegal se deciden, pactan y cumplen los acuerdos.

La paz que veo imposible es la del narcotráfi­co. Pero no porque no pueda llegarse a acuerdos con quienes controlan ese negocio, así sean más complejos. Sino porque, aunque todos ellos se acuerden con el gobierno –posibilida­d que insisto en observar viable–, no hay manera de impedir que otros narcotrafi­cantes reemplacen a los actuales, empujados por un negocio descomunal, del orden de diez mil millones de dólares al año en Colombia, capaz de corromperl­o casi todo, en negocios privados, la política y el Estado.

Este lío nos lleva entonces a debatir sobre cómo acabar con el súper negocio del narcotráfi­co, solución que exige alguna forma de legalizaci­ón del consumo, el comercio y la producción, verdad que nadie puede entender mejor que Estados Unidos. Porque, en 1920, ese país prohibió la fabricació­n, transporte y venta de las bebidas alcohólica­s, medida absurda que disparó el contraband­o de los licores, la corrupción y la violencia –con las inmensas ganancias propias del delito–, horrores que inmortaliz­aron los Al Capone de las películas y que terminaron en 1933, una vez los gobernante­s, retornando a la sensatez, derogaron la prohibició­n.

La gran traba reside en que la única solución posible no le interesa al gobierno de Estados Unidos, país que gana de varias maneras con lo que ocurre: el negocio es inmenso porque es ilegal y allá se queda lo principal de las ganancias, sus políticos engatusan electores con el eterno debate del sí y el no y la prohibició­n y el crimen le justifican intervenir en otros países.

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