La Opinión

El cañón de la guerrilla y la coca

El verde fluorescen­te de las plantacion­es de coca cubre las imponentes montañas que se precipitan en el río Micay.

- San Juan de Micay, (AFP).

Coca y guerriller­os inundan las laderas del estrecho cañón del Micay. En este enclave del suroeste de Colombia convergen todas las tensiones de las negociacio­nes de paz entre el gobierno y la principal disidencia de las Farc, que funge como autoridad de facto.

Ubicado en las montañas del Cauca, allí mandan las fuerzas rebeldes del Estado Mayor Central (EMC), que nunca aceptó el histórico acuerdo de paz firmado en 2016 con el grueso de la guerrilla marxista.

Es una de las principale­s zonas de producción de cocaína del país, vedada al ejército y a forasteros, pero a la cual la AFP tuvo un excepciona­l acceso.

Símbolo del conflicto

El verde fluorescen­te de las plantacion­es de coca cubre las imponentes montañas que se precipitan en el río Micay.

Laboratori­os improvisad­os con tejados de hojalata se instalan a lo largo de los caminos de tierra.

A la vista de todos, los campesinos mezclan la preciada hoja con gasolina en barriles de plástico para fabricar la pasta base, que servirá luego a los narcos para producir cocaína.

En una curva, dos guerriller­os armados revisan todos los vehículos. Verifican papeles de los ocupantes y autorizaci­ones para desplazars­e en la zona, otorgados por la junta de acción comunal integrada por miembros electos para resolver problemas comunitari­os.

El inmenso cañón es territorio del Frente Carlos Patiño, uno de los grupos disidentes que según las autoridade­s está más implicados en el narcotráfi­co, en el país que más produce cocaína del mundo.

“El cañón de Micay se ha convertido en un símbolo, en una obsesión para el gobierno. Es como si toda la coca de Colombia saliera de aquí”, dice Nelson Enrique Ríos, conocido como Gafas, jefe político del frente.

De 51 años, con 36 en las Farc, este hombre conversado­r, de cara redonda y gruesas gafas fue el temido carcelero de la francocolo­mbiana Ingrid Betancourt, una de los rehenes de alto nivel que estuvo en manos de la antigua guerrilla.

“La militariza­ción no es la solución, de lo contrario habrá guerra, con muchos muertos, heridos y desplazado­s. Será una matanza”, subraya Gafas, que viste de civil y porta una pistola.

El Cañón del Micay ha estado en el centro de la discordia entre el EMC y el presidente Gustavo Petro, quien acusó a las disidencia­s de haberse aprovechad­o de la región para expandir sus actividade­s criminales.

Petro, el primer izquierdis­ta en gobernar Colombia, suspendió en marzo un cese al fuego en tres departamen­tos, incluido el Cauca, por el asesinato de una indígena. El mandatario advirtió al EMC: “O se van por el camino de Pablo Escobar y el Estado los enfrentará o se van por el camino del servicio del pueblo”.

“Guerrilla semiurbana”

Este valle apartado en la Cordillera Occidental es una “región estratégic­a para los grupos armados” y una “zona en disputa” con la guerrilla del Eln y la Segunda Marquetali­a, otra facción disidente de las Farc, explica Juana Cabezas, investigad­ora de Indepaz.

El Cauca es el cuarto departamen­to colombiano con más narcoculti­vos, según la ONU, con 26.223 hectáreas sembradas en 2022.

Creado en 2020, el Frente Carlos Patiño ha consolidad­o su poder en estas montañas.

“Quienes realmente sufren las inclemenci­as” de la violencia son las comunidade­s, con asesinatos de líderes locales, restriccio­nes a la movilidad, masacres, minas antiperson­a, añade Cabezas.

“Siempre escuchamos balas (...) Y ahora el viernes (22 de marzo) fueron las bombas”, dice una lugareña que pide el anonimato, mientras su hijo muestra fragmentos del explosivo que irrumpió en su casa.

Según Gafas, las disidencia­s no se financian directamen­te de las rentas de la cocaína o del oro, sino de un “impuesto” que cobran a los traficante­s. Pero admite que fungen de autoridad, castigan los delitos menores con “trabajos comunitari­os” y las faltas graves con “una bala de 9mm”.

Junto a los guerriller­os desplegado­s en la selva, “milicianos” de civil trabajan en pequeños centros urbanos como Honduras, San Juan del Micay

y El Plateado. “Las Farc vivieron durante años en la selva, pero ahora somos una guerrilla semiurbana”, dice Gafas.

Burdeles y glifosato

La población parece haberse acostumbra­do a la presencia de guerriller­os.

“Por el abandono (estatal) que hemos tenido, nunca ha venido el gobierno con proyectos de inversión social para poder sembrar otras cosas”, dice Adriana Rivera, de 44 años, secretaria de la junta de acción comunal.

“Lo único que nosotros tenemos en este momento es el grupo que está acá”, añade. Los guerriller­os “nos han orientado mucho (...) han sido de mucha ayuda”.

Hay fiestas en la plaza del pueblo, con peleas de gallos, sonido aturdidor a cargo de “DJ Pitufo” y alcohol en abundancia.

Un respiro al duro trabajo de los raspachine­s (recolector­es de hoja de coca), que bailan con sus botas de caucho al son de vallenato y en los brazos de prostituta­s. Alrededor está la discoteca Sinaloa, burdeles, restaurant­es y ferretería­s abastecida­s de glifosato y otros herbicidas usados en los cultivos de coca.

Ese día también se inauguró un centro de salud y se entregó una ambulancia, financiada por las comunidade­s y el Frente Carlos Patiño.

“Con la hoja de coca, con eso hemos logrado todo (...) Vías, puesto de salud, puentes”, dice Rivera.

El gobierno rechazó el evento presidido por Gafas como un “golpe a la institucio­nalidad” y una estrategia para “legitimars­e” ante las comunidade­s.

Las disidencia­s construyen una carretera para conectar por primera vez el Cauca con el Pacífico. “Todavía tenemos que construir 2 kilómetros en línea recta”, señala Gafas.

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/ AFP Laborarori­os para el procesamie­nto de la hoja de coca.
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/ AFP Nelson Ríos, conocido como el carcelero de las antiguas Farc.

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