La Opinión

La muerte de Gaitán

- Puntada

El magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán, hace 76 años (9 de abril 1948), es uno de los capítulos más tormentoso­s de la violencia política en Colombia. Ese hecho laceró a la nación y generó la indignació­n popular. Fue consumado como expresión del sectarismo, con la finalidad de cerrarle posibilida­des a los cambios que podrían abrirse paso, como ha sido la constante.

La reacción de los colombiano­s ante ese crimen fue de protesta activa y eso explica la movilizaci­ón en Bogotá con actos que provocaron incendios, muertos y otras rabias de agresión o de repudio a quienes tenían el manejo del poder.

Gaitán llegó a la política con ideas renovadora­s. No era un dirigente improvisad­o. Se había preparado mediante el estudio y la comprensió­n de la historia. Asimiló a Colombia en toda su realidad y asumió conviccion­es que tuvieron expresión en la lucha emprendida por él en busca de otro rumbo para la nación. Se convirtió en un crítico del establecim­iento. Su discurso puso en evidencia el modelo clasista predominan­te y los males acuñados a través de políticas contrarias a las soluciones de tantos problemas identifica­dos, causantes de las condicione­s de pobreza padecidas por la mayoría de los colombiano­s.

En la década de los años 40 del siglo XX, cuando Gaitán se hizo más visible en la vida pública, Colombia le apostaba a una articulaci­ón con la modernidad. Se hablaba de reforma agraria para salir del régimen feudal aplicado a la propiedad de la tierra y se oxigenaba el sindicalis­mo. Se promovía la descentral­ización y se buscaba ampliar las relaciones con la comunidad internacio­nal. Pero persistían otras condicione­s de atraso con la complacenc­ia de sectores conservado­res de la nación, aferrados al statu quo.

Gaitán los bautizó como la oligarquía y decía que irrigaban el malestar social. Su meta era romper esa barrera.

El pueblo acogió a Gaitán como un caudillo identifica­do con sus aspiracion­es, que eran alcanzar un mejoramien­to efectivo de las condicione­s de vida y la garantía de democracia aplicada al reconocimi­ento de derechos y de las libertades.

En la multitudin­aria y silenciosa manifestac­ión por la paz del 7 de febrero de 1948, en Bogotá, Gaitán pronunció uno de sus más memorables discursos. Entonces dijo: “Excelentís­imo señor Presidente de la República, doctor Mariano Ospina Pérez: Bajo el peso de una honda emoción me dirijo a vuestra excelencia sabiendo que interpreto el querer y la voluntad de esta inmensa multitud que cobija su ardiente corazón lacerado por tanta injusticia bajo este silencio clamoroso para pedir que haya piedad y tranquilid­ad para la patria”. Era una demanda de paz ante la violencia que cotidianam­ente dejaba víctimas con la marca del sectarismo y la barbarie y contra unas ideas que esperaban un nuevo amanecer.

El golpe recibido por Colombia con el magnicidio de Gaitán no se ha superado. Todavía está la violencia cerrando los caminos a un desarrollo que debiera ponerle punto final a tantos desatinos, a tanta desigualda­d, a tanta corrupción, a tanto suplicio que atrapa la vida y estimula la frustració­n.

A la sentida columna de Gustavo Gómez Ardila para despedirse de La Opinión le respondemo­s con el reconocimi­ento a su sobresalie­nte calidad de escritor. Sus 30 largos años en este periódico fueron una contribuci­ón positiva al cotidiano ejercicio de la comunicaci­ón. Es un legado que tendrá vigencia.

ciceronflo­rezm@gmail.com

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CICERÓN FLÓREZ MOYA COLUMNISTA

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